03: Belu

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—Andresito, Andresito —llamó mi mamá con alegría matutina—, cada día estás más bonito

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—Andresito, Andresito —llamó mi mamá con alegría matutina—, cada día estás más bonito.

—Mamá, por Dios —murmuré, avergonzada y pellizcándome el puente de la nariz. A su lado, Andrés soltó una risa baja y nerviosa.

Andrés Amato era el hijo de la vecina y tan solo un año mayor que yo, por lo que nos hicimos muy amigos pocas semanas después de que mi familia y yo nos mudáramos al edificio, cuando yo apenas tenía ocho años.

Nuestras mamás nos sacaban a jugar a la plaza más cercana, o dejaban que él fuera a mi casa a escuchar música, o yo a la suya a ver pelis infantiles. Incluso una vez llegamos a rescatar una ardilla de la calle, la sanamos —ni siquiera sé cómo, ya que pudimos haberla asesinado por ignorantes— y la nombramos la mascota de nuestra liga de héroes, a la cual solo pertenecíamos Andrés y yo.

El tema de la ardilla fue muy delicado, porque cuando estuvo recuperada, nos mordió a los dos y salió huyendo por la ventana, rompiendo algunos adornos de mi casa en el trayecto. Fatal.

Todo entre Andrés y yo cambió cuando llegamos a una etapa complicada de nuestras vidas: la adolescencia. La pubertad. El desarrollo. No importaba el nombre que le diéramos, lo único cierto fue que cuando nuestros cuerpos comenzaron a cambiar, también nuestras maneras de ver las cosas, de sentir cosas, y de expresar las cosas.

Él hizo nuevos amigos, y yo también. Eventualmente dejó de hablarme, y yo también.

Solo nos cruzábamos de vez en cuando en el ascensor o en la entrada del edificio, viéndonos forzados a tener conversaciones triviales e insustanciales para rellenar un poco el silencio incómodo.

Lo peor de la situación era que nuestro edificio tenía una especie de hueco interior, un espacio inutilizado con un tragaluz encima. Esto permitía que algunas ventanas de un piso pudieran ver directamente a otra de ese mismo piso, cosa que sucedía con mi habitación y la de Andrés. Estábamos frente a frente. Así que a veces nos encontrábamos en la distancia, pero luego nos ignorábamos de manera deliberada.

—¿Qué? —preguntó mi mamá— Conozco a Andresito desde hace diez años, es como un hijo más para mí. —Preferí ignorarla, y fingí que tenía mensajes importantes en mi celular. Se volteó hacia Andrés y arruinó mi día como solo ella podía—: Hoy le haremos una fiesta de cumpleaños a Belén, ¿quieres venir?

No sé qué fue peor: el hecho de que mi madre invitara a Andrés a mi "fiesta de cumpleaños" como si todavía fuésemos niños; que invitara a alguien a quien ya no trataba y llevábamos años con una dinámica de incomodidad cuando estábamos solos; o que invitara a alguien que ni siquiera se había acordado de que era mi cumpleaños.

Me giré para observar a aquellos dos con mi rostro caliente.

—Mamá, seguro Andrés tiene cosas mejores que hacer que venir a una reunión familiar.

—¿Familiar? Pero también vendrán tus amiguitos, cariño. Será muy divertido.

Suspiré y quise que me tragara la tierra. Que tu madre diga que tu "fiesta de cumpleaños" va a ser "muy divertida" es un indicador de que quizá no lo será, y, además, que utilice la expresión "amiguitos", le hacía pensar a cualquiera que era una fiesta de infantes.

Si había intentado guardar algo de imagen de persona adulta frente a Andrés, mamá la destruyó en ocho palabras.

—Puedo pasar un rato. —Él se encogió de hombros, y en ese preciso momento el elevador llegó a nuestro nivel.

Lo último que necesitaba era que Andrés Amato asistiera a mi cumpleaños por condescendencia.

Le dediqué una sonrisa tan falsa como un billete con el rostro de Michael Jackson, y esquivé sus posteriores miradas victoriosas. En el elevador, él y mamá parlotearon como viejas chismosas durante unos eternos treinta segundos, mientras tanto, me mantuve en silencio detallando cuánto había cambiado Andrés —o cuánto se le notaba esta vez—, pero a la vez, lucía como el mismo chico con quien rescaté animales silvestres.

Al ser un año mayor que yo, ya Andrés había cumplido los dieciocho —fui testigo de su fiesta desde mi ventana—, y comenzó la facultad unos pocos meses atrás. Su cabello y sus ojos eran de un tono marrón achocolatado, con ese perfil italiano legítimo que había perfeccionado gracias a la pubertad. Antes solía usar lentes casi tan grandes como los míos, negros y de pasta, pero ahora se había cambiado a club de los portadores de lentes de contacto. Era raro verle así, sin embargo, le sentaba mejor.

Desde que comenzó la universidad, su estilo se definió por eternas camisas de cuadros de todos los colores y tamaños, con sus típicos vaqueros oscuros y botas. Lo que jamás podía faltar en Andrés Amato era un reloj negro antigolpes en su muñeca izquierda.

Recuerdo que él era gracioso durante nuestra infancia, pero desde que ambos entramos en la adolescencia se volvió más serio, más mesurado, más callado, y «cara de culo» como diría la tía Teresa. Cuando éramos pequeños solía apodarme Belu por cariño, pero hoy en día se conformaba con saludarme con un «hola, tú».

Si eso no era una amistad muerta y sepultada, no sé qué más podía ser.

—¿Tu nonna está aquí? —indagó mamá. Andrés asintió— Qué gran noticia. La última vez que vino nos preparó una pasta que... mamma mía.

Encontraba gracioso cómo mamá a veces usaba expresiones italianas cuando estaba con los Amato. Creo que ellos también se reían.

—Sí, estará unas semanas. Ya está muy vieja, y queremos aprovecharla todo el tiempo que podamos —explicó él.

Nos bajamos el ascensor y caminos hacia la puerta principal. Me mantuve en silencio, y evité sonreír con evidencia al escucharlo hablar de su nonna. Si había una persona que Andrés adoraba en la faz de la tierra era a aquella señora octogenaria que cocinaba como los dioses, bebía vino sin temor o contención y relataba las mejores anécdotas.

Antes de abrir, nos colocamos los abrigos que teníamos colgando de nuestros respectivos brazos y luego, Andrés sacó de su mochila un casco de moto. Sí, desde que cumplió los dieciocho años conducía su propia moto. No, eso no le hacía lucir como un chico malo, porque a pesar de ser tan serio, algo en él se mantenía cándido y amable.

Una vez en la calle, mamá se despidió de él con la mano y le pidió que no se olvidara de mi regalo de cumpleaños —hundiéndome más en un hoyo más profundo que la bendita fosa de las Marianas—. Andrés asintió, y antes de darse media vuelta para montarse en su moto, me habló en un tono bajo y neutro, pero con una de las comisuras de su boca elevada de una forma tan mínima, que fue casi invisible para el ojo humano:

—Feliz cumpleaños, Belu.

Con eso dio por finalizada nuestra interacción matutina y encendió su motocicleta sin volver a mirarnos a mi mamá o a mí. 


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Una sonrisa por alfajores © ✓ | (Watty 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora