27: Encerrados

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Dedicado a Maye2306 ❤ Gracias por apoyar la historia, un beso y espero que lo disfrutes.

Andrés logró su cometido: me distrajo de la trágica, torrencial, y devastadora lluvia que nos caía encima, mientras buscábamos protección en un techito mínimo

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Andrés logró su cometido: me distrajo de la trágica, torrencial, y devastadora lluvia que nos caía encima, mientras buscábamos protección en un techito mínimo.

Sus ojos permanecían clavados en los míos, como si esperara una respuesta o permiso.

—Vaya —dije, con un suspiro—. Tú siempre tan directo.

Me quité los lentes porque habían comenzado a empañarse. ¿Y cómo no? Si sentía mi rostro arder ante sus fuertes declaraciones.

¡¡Andrés Amato quería besarme!!

¿Quería yo que él me besara? No quedaba duda de que me quitó la respiración con aquella confesión, y que mis piernas temblaban más que antes, sin embargo, no sabía cómo interpretarlo. Habíamos pasado cinco años alejados. Quizás estas últimas semanas nos habíamos acercado un poco más, pero él no dejaba de aislarme. Sí, paso a paso estábamos derribando los muros que construimos, pero ¿cómo pasas de frialdad pura a deseo en solo un segundo?

Otro relámpago. Otro trueno. Este sonó lejano, espantándome menos que antes.

Andrés se había quedado petrificado frente a mí. Ni me robó un beso, ni habló de nuevo.

—¿Vamos a casa? —pregunté, intentando descifrar su expresión.

—Sí, vamos —murmuró, apartando la mirada.

Decepción. Eso era lo que decoraba sus facciones.

Dio dos pasos hacia atrás, volviéndose a empapar de lluvia, y cubriendo, muy tarde, su cabeza con la capucha. Su pechó se infló de aire, y lo exhaló con lentitud mientras se daba media vuelta hacia donde nos correspondía continuar. No se movió, por lo que asumí que me estaba esperando. Agarré mi paraguas, que se había quedado en el suelo, y me cubrí para poderlo alcanzar. Intenté protegerlo también de las feroces gotas, pero se tornó incómodo para caminar, así que se resignó a continuar solo con su capucha.

Se mantenía serio, absorto en sus pensamientos. ¿Estaría molesto? ¿Le había decepcionado no poder besarme? ¿Acaso eso era lo único que él quería conmigo? Por un segundo, las palabras de Franco vinieron a mi cabeza, enclaustrando un nudo incómodo en mi estómago.

—¿Sabes por qué la Estatua de la Libertad pasó de ser marrón rojizo a azul verdoso? —preguntó, descolocándome.

Los pensamientos de Andrés eran bastante raros y aleatorios. Primero quería besarme, luego parecía desilusionado, y ahora pensaba en la Estatua de la Libertad.

—¿Era marrón? Juraba que siempre había sido verde.

Me miró de reojo y asomó una tímida sonrisa. A lo mejor no estaba molesto, y todo eran ideas mías.

—No. Es una estatua de bronce, pero le ha caído lluvia ácida, así que debido a la corrosión se volvió azul verdosa. —Extendió un poco su mano, permitiendo que gotas cayeran en su palma, las cuales observó con curiosidad.

—¿Me estás diciendo que la lluvia ácida fue capaz de cambiarle el color a una de las estatuas más grandes y emblemáticas del mundo? —Lo miré consternada, y empecé a caminar a un paso más acelerado—. Necesitamos llegar a casa.

Mi comentario le causó gracia.

—Esta lluvia no es ácida. Si lo fuera, te habría irritado un poquito la piel o los ojos hace rato.

Por fortuna llegamos a nuestro edificio bastante rápido, y suspiré con alivio cuando presioné el botón del elevador. Todo se sentía más cálido allí dentro, y agradecí al universo haber sobrevivido a aquella caminata bajo la tormenta. Andrés se sacudió el cabello como los perros se sacuden el pelaje cuando están empapados, mojándome en el proceso. No obstante, me reí en vez de molestarme.

Mi humor mejoró de forma radical al saberme sana y salva.

—Gracias por acompañarme —pronuncié cuando el elevador llegó a planta baja.

Ambos nos adentramos en la cabina, observando nuestro reflejo en el espejo que allí había. La lluvia nos había bañado a ambos, y debía confesar que él se veía muy atractivo en aquel estado. Me miró a través del espejo, permaneciendo serio.

—Nada que agradecer.

Marqué nuestro piso, y recuperando la confianza en mí misma que la tormenta me había quitado, lo miré triunfal, esbozando una sonrisa de ganadora.

—Andrés —lo llamé con suavidad—. ¿Te puedo dar un consejo que te servirá para el resto de tus días?

Él enarcó una ceja con pretensión.

—Vaya, qué honor —soltó, sarcástico—. Por favor comparte tu amplia sabiduría conmigo.

—Los besos no se piden ni se anuncian, se roban.

Parpadeó varias veces intentando salir de su incredulidad, y delatando que no esperaba que yo trajera a colación su confesión de hacía unos minutos.

A pesar de que no quería comprometer mi amistad con él, debía darme cuenta de algo: lo que teníamos hoy día no era exactamente una amistad, no como la que una vez tuvimos. Yo no estaba segura de si quería besarlo, pero no estaba tan negada a hacerlo. Sin embargo, creí por un segundo que mi consejo le serviría no solo conmigo sino más adelante con cualquier otra mujer.

A papá le funcionó con mamá, por ejemplo.

Pero tuve que morderme la lengua, porque para mi poca fortuna, el elevador se detuvo en una sacudida. Las luces se apagaron, obligándome a soltar un pequeño grito del miedo. El bombillo de emergencia se encendió, y delató que se había ido la luz en el edificio.

Andrés y yo nos habíamos quedado encerrados en aquel elevador.

La luz blanca iluminaba poco, pero pude detallar una sonrisa traviesa escalar sus labios.

—Disculpa, no te escuché bien —pronunció. Ahora era él quien se divertía—. ¿Qué dijiste sobre los besos?

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Una sonrisa por alfajores © ✓ | (Watty 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora