1

38.8K 1.5K 3K
                                    

Cuando llegué a Outer Banks no estaba muy segura de si era una buena idea. Yo era de España, pero mi padre tenía un negocio importante que podía conseguir valor desde Estados Unidos y nos mudamos directamente.

La idea, para mí, fue lo peor. Me tenía que separar de toda mi vida anterior. De mis amigos, mi instituto, mi ciudad. La sola idea de tener que empezar de cero me daba escalofríos.

Yo tenía dos hermanos pequeños, Pedro y Joaquín. Joaquín era dos años menor que yo, tenía catorce, y Joaquín tenía diez. Ellos lo llevaron algo mejor. Aunque les daba pena despedirse de su vida en España, mudarnos les parecía algo emocionante.

—¿En serio?—pregunté con cara de asco viendo el pueblo pesquero al que nos habíamos mudado.

Estábamos a mediados de julio y hacía un calor impresionante, el olor del pescado se intensificaba, por lo que me dieron arcadas.

—Esto huele que apuesta —me quejé tapando mi nariz y subiendo la ventanilla de la puerta del coche.

—Olivia —me regañó mi madre dándose la vuelta para mirarme—, ¿qué te he dicho de estar quejándote constantemente?

—Si no me llevaseis a este pueblucho no me quejaría.

—A mi me gusta —comentó Joaquín con emoción mirando por su lado de la ventanilla, sonriendo.

Entre los tres no nos parecíamos en nada. Pedro tenía el pelo negro, ojos verdes y gafas. Joaquín era pelirrojo con los ojos azules y pequeñas pecas por las mejillas. Y yo, yo tenía el pelo castaño claro y los ojos marrón muy oscuro. Completamente diferentes.

Además, Pedro me estaba alcanzando por momentos en altura y pronto los dos pequeños parecerían mayores que yo.

—Vais a conocer a mucha gente aquí —hablaba mi padre, mirando al frente desde el asiento conductor—. Ya he hablado con una familia que vive por aquí, se presentarán más tarde, para que vayamos conociendo a gente.

Yo no quería conocer a nadie, quería quedarme en mi casa.

En cuanto llegamos a la casa en la que viviríamos a partir de entonces, me sentí un poco mejor al ver que la casa era bonita y estaba con unas vistas increíbles hacia el lago.

Era de color blanco con muchas flores en las ventanas y alrededor de la casa. Era grande y habían unos cuantos hombres trabajando alrededor de ella.

—¿Quiénes son?—preguntó Joaquín.

—Hablé con personas del pueblo para que nos pudiesen traer suministros —nos contó nuestro padre mientras salíamos del coche. —Serán ellos.

Nos acercamos hacia la entrada con nuestras maletas y bolsas. Un hombre con un sombrero de pana, una camisa y una caja con comida se acercó a nosotros.

—¿Los Díaz, verdad?—preguntó pronunciando nuestro apellido con acento americano. Nosotros asentimos—. Bienvenidos, soy Heyward —le estrechó la mano a mi padre—. Llamadme en cuanto necesitéis algo y os lo proveeremos.

—Muchas gracias, lo agradecemos —le contestó mi padre sonriendo—. Yo soy Antonio Díaz; ella es María; mis hijos Joaquín y Pedro, y la única chica, Olivia.

—Hola, chicos —dijo el hombre, amable—. Alguno debéis tener la edad de mi hijo Pope. Tiene dieciséis.

—Yo tengo dieciséis—dije en alto, con una voz algo tímida. No recuerdo por qué me salía así cuando hablaba con extraños.

—¡Perfecto! Hablaré con él para que sus amigos y él te enseñen el pueblo.

—¡Eso será genial!—exclamó mi madre, contenta—. Le vendrá bien conocer un poco a la gente y el lugar.

COUNTING ON YOU | OUTER BANKSWhere stories live. Discover now