5

21.5K 1K 535
                                    






Al día siguiente, no podía parar de pensar en mi conversación con JJ. Ahora mis padres me querían juntar con Topper y Kelce, pero yo prefería irme con los Pogues. Sin embargo, mi familia era amiga de las familias Kooks, y eso me hacía estar en ambos lados. ¿Cómo lo hacía Kiara para poder hacer lo que quería?

Entré en la habitación de Joaquín y me tumbé en su cama. Él me miró confuso.

—¿Qué haces aquí?

—Nada, solo quiero hablar con mi hermanito.

—¿Qué pasa? ¿Tienes fiebre?

No pude evitar reír.

—No—me incorporé para mirarlo—. ¿Te sientes bien aquí?

Joaquín se encogió de hombros para después asentir lentamente.  Mi hermano era realmente adorable. Tenía cara de bebé y voz aguda pero dulce. Solía molestarlo yo más a él que él a mi. Lo quería muchísimo.

—He hecho amigos.

—¿Sabes que se dividen entre Pogues y Kooks?

—¿En serio? Y nuestros amigos... ¿qué son?

—Son Kooks. Son los ricos. Los Pogues son los trabajadores.

—El chico rubio de ayer, ¿qué es?

—Es un Pogue.

—¿Quiénes molan más?

—Es pronto para decirlo, pero diría que los Pogues.

—Pues ayer hablabas con el tipo del polo rosa todo el día.

Asentí pensativa. Topper había parecido un chico muy amable y se portó bien conmigo, pero ya no sabía qué pensar sobre él. Todos parecían muy misteriosos. Pero los Pogues me transmitían buenas vibras, parecían más sinceros.

—Hagamos una cosa —dije levantándome—. ¿Por qué no hacemos alitas barbacoa?

—¡Sí!—se levantó emocionado y salimos de la habitación.

Era una receta de la familia. No eran las típicas alitas de pollo con salsa barbacoa, eran increíbles. La receta la empezó nuestro padre, que era el experto en cocinarlas.

En España, todos los veranos, invitábamos una noche a muchas familias de amigos a cenar en nuestro salón y en nuestro jardín. Nos pasábamos la tarde entera cocinándolas para cuando llegasen los invitados. Tenían un olor especial, que era muy característico de ellas. Jamás probaría unas iguales.

En cuanto nuestros padres nos vieron comenzar a cocinarlas, se ataron los mandiles y se pusieron manos a la obra para ayudarnos. Joaquín y yo solos en una cocina podíamos ser muy peligrosos.

Unas horas después, tras un largo tiempo de esfuerzo y dedicación, conseguimos terminar nuestro plato. Habíamos hecho muchísimas. Teníamos que darle alitas a más gente.

—¿Las repartimos por la isla?—preguntó Joaquín.

—Dejad aquí unas cuantas y vais los dos a repartirlas. Es tarde para avisar a la gente de que venga a casa.

—¿Yo también?—pregunté disgustada. No tenía ganas.

Mis padres me miraron asintiendo, haciéndome ver que no me libraría de acompañar a mi hermano.

—De acuerdo —puse los ojos en blanco—. Vamos, enano.

Eran ya las siete de la tarde y ese día no era muy caluroso.

Comenzamos a pasar por casas de gente que conocíamos, puesto que no podíamos regalarle alitas a gente que no sabíamos quién eran y ellos tampoco aceptaría comida de gente que no conocían.

COUNTING ON YOU | OUTER BANKSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora