Capítulo 36.

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EL TRASTORNO DE ANSIEDAD SOCIAL ERA CRÓNICO.

Había opciones para tratarlo, pero no desaparecería. Tendría que vivir con ello, no había otra opción.

Ya sabía que mi timidez no era normal, que la manera en que siempre me sentía observada y juzgada iba más allá de un simple tema de personalidad. Que mi costumbre de desaparecer del mundo de vez en cuando y aislarme en mi cuarto sin fuerzas de hablar con nadie tenía que ser algo más profundo. Siempre había sabido que jamás dejaría de vivir de esa manera y lo había aceptado. Ponerle una etiqueta a lo que tenía, saber que era un trastorno mental—lo que sonaba grave, imponente—, cambiaba las cosas.

El mismo sábado que me enteré de que mi cerebro estaba fallado fue el cumpleaños de Quinn. No tenía fuerzas para hablar con alguien, así que solo fui directo de terapia a mi cama al menos enviarle un mensaje para desearle un feliz cumpleaños. Me sentía culpable, pero la sola idea de canalizar mis inexistentes fuerzas para socializar me hacía doler la cabeza.

Mamá, que empeoraba cada vez más en esos días y había vuelto a su estado de no salir de la cama por días, ni siquiera se dio cuenta cuando llegué. No había nadie más en la casa, nadie que me preguntara cómo me había ido o por qué estaba llorando. Agradecí la soledad más que nunca.

Ni siquiera me quité mis incómodos jeans, simplemente me lancé a mi cama y me tapé hasta la nariz. Cerré los ojos y me permití llorar sin culpa, porque esta vez sí tenía el derecho. A pesar de que siempre lo hacía, no me gustaba sentir lástima por mí misma. Era insoportable, insensible y solo lograba arruinarme el día. Esta vez me dejé, porque lloraba la confirmación de que nunca podría vivir con normalidad. Nunca, jamás, ni siquiera cuando fuera vieja y tuviera bisnietos, encajaría en el mundo.

Las personas con ansiedad social no teníamos lugar en el mundo como lo conocíamos. Éramos inservibles, solo estábamos para gastar aire y espacio. ¿Cómo conseguiría un trabajo si la mera idea de hablar con un desconocido me hacía sudar? ¿Cómo haría las compras si evitaba hablar con los cajeros a toda costa porque, cuando lo hacía, acababa roja de pies a cabeza y con manos temblorosas? ¿Cómo inscribiría a mi hijo a la escuela si no podía ni caminar sin sentir que me estaban juzgando por algo? Jamás lograría hacer cosas mundanas como cruzar la calle sin sentir las miradas de todo el mundo puestas en mí con desaprobación, o comer delante de otra persona sin sentir que estaban juzgando lo mucho que tardaba en masticar. Y jamás podría meterme a entrevistas de trabajo, o simplemente ponerme allí fuera. No podía.

No servía para nada en el mundo, jamás lo haría.

Era por eso que no había querido ir a terapia. Podría haber vivido toda mi vida sin saber por seguro que algo estaba mal en mí. Habría sufrido igualmente, mas nunca habría tenido que escuchar que tenía una falla en el cerebro, que tenía un trastorno que nunca se me iría. Era increíble lo pequeña que me hacía sentir una simple etiqueta.

Así que, por más patética que fuera, lloré por horas y horas. Lloré por la vida que nunca tendría y las oportunidades que perdería gracias a mi cerebro. Lloré porque estaba fuera de mi control, porque jamás viviría a pleno o por mí misma. Nunca sabría qué era caminar con la cabeza en alto y libre del miedo a ser juzgada. Nunca viviría las experiencias más básicas de la vida.

Me pregunté si había un punto en seguir viviendo. Siempre me causaría más dolor que felicidad, ¿por qué elegiría seguir aquí?

Por Dita. Por Hunter. Por Mamá. Por mi abuela.

Por ellos lo tendría que soportar, porque nunca me perdonaría ser tan egoísta como para lastimarlos solo porque no quería tener una vida difícil. Tenía ansiedad social, ¿y qué? No era la única en el mundo. Tenía que soportarlo y dejar de dramatizar por una vez en mi vida. Pero en ese momento no tenía fuerzas.

El Manuscrito (#1)Where stories live. Discover now