Capítulo 50.

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SIEMPRE HABÍA PENSADO QUE MORIRÍA ANTES QUE EL RESTO.

—¿Cuál es el punto de subir la montaña —me quejé por quinta vez en diez minutos—, si bajaremos apenas lleguemos a la cima?

—¿Cuál es el punto de vivir si algún día igual morirás? —replicó mi padre.

—Ninguno.

—No, Olivia. La experiencia.

Rodé los ojos y retomé el camino. Él esperó a que lo pasara para comenzar a caminar. Heather nos llevaba unos metros de ventaja, habiendo sido siempre buena deportista. Dudaba que estuviera sudando al menos la mitad que yo.

—¿Puedes respirar más bajo? —refunfuñó mi padre—. Disturbas la paz.

Giré a verlo por sobre mi hombro, incrédula.

—No, no puedo. Estoy teniendo problemas para respirar. En el sentido de que no me llega el aire a los pulmones. No puedo hacerlo más bajo.

—Ni siquiera estamos por la mitad del camino, no puedes estar tan mal.

—¿Se pueden apurar? —llegó el grito de Heather.

Lo hice por unos segundos, hasta que mis pulmones me obligaron a volver al paso de tortuga. Mientras mi padre se unía a Heather, me quedé con la pequeña piedra que llevaba metros pateando como única compañía.

La montaña—aunque nada alta—era hermosa, incluso yo lo tenía que admitir. A pesar de haber vivido en Edvey toda mi vida y haber ido múltiples veces a la cabaña de Heather, ubicada en la zona más alejada del bosque, nunca me había acercado a la principal fuente de turismo de nuestro pueblo. Suponía que la mejor época para las vistas era en la plenitud del invierno, no en primavera, pero se veía precioso de todas maneras. El verde del suelo a los costados del sendero construido y las flores que había visto más atrás armaban una imagen que habría sido perfecta si no hubiera estado sufriendo con cada segundo que pasaba. La fresca brisa que no me salvaba en absoluto; mi camiseta de tirantes se pegaba a mi cuerpo como una segunda piel.

Hicimos unos cuantos metros más en silencio solo interrumpido por los ocasionales grupos de personas que nos pasaban o quejas de mi padre porque yo me quejaba. Cuando al fin me dejó sentarme en una roca a un costado para descansar, Heather fue a mi lado.

—Tienes el mejor promedio en Gimnasia —dijo cuando se sentó. Su voz no delataba el esfuerzo físico—. ¿Cómo puedes estar tan cansada?

Tenía el mejor promedio porque fingía hacer todas las actividades. Comenzaba a pensar que había sido una mala idea.

—Agua —logré murmurar.

Me pasó su botella, de la cual bebí hasta casi la última gota de un solo trago. Estaba muy fuera de estado.

—Deberíamos encontrar un lago cuando terminemos. Estoy segura de que hay alguno escondido.

—No caminaré para averiguarlo.

Le volví a dar la botella y pasé a abrazar mis piernas, que habían sido atacadas por mosquitos y ramas—quizás me había salido del sendero unas cuantas veces—al punto de lucir como abominaciones. Como si el dolor muscular y el sudor fueran poco.

Cerré los ojos, intentando fijar mis pensamientos en algo positivo. Estaba a medio imaginar lo que la experiencia significaba para mi novela en proceso cuando un empujón que casi me tiró al suelo me desconcentró.

—¿Cuál es tu problema? —espeté.

Heather señaló a mis espaldas. Giré para ver de qué se trataba, solo encontrándome con dos personas caminando a poca distancia. Entendí cuál era el problema al reconocerlos. O al reconocer a la chica, mejor dicho.

El Manuscrito (#1)Where stories live. Discover now