CAPITULO 3

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Era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel.

    ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    30 de marzo de 1916. Antes del anochecer.

_Lauren se quitó la sudada camiseta e, inclinándose sobre la pila de los aseos para trabajadores del puerto, se lavó frotándose con fuerza con la pastilla de jabón. Se secó con la camiseta y después la usó para limpiar el polvo de las botas. Se irguió despacio movió los hombros a la vez que apretaba los labios para no dejar escapar el gruñido de dolor que pugnaba por abandonar su garganta. Se peinó con los dedos el liso cabello castaño, largo hasta los hombros y, con una ufana sonrisa, se puso la camisa que había guardado esa madrugada al obtener el trabajo.

Había sido un buen día.Tras un mes complicado debido a la huelga de la construcción que había cortado el suministro de materiales a muchos de los barcos que fondeaban en el puerto, había tenido un golpe de suerte. Aunque había conseguido el trabajo más por perspicacia que por azar. Nada más llegar al puerto se había percatado de que un vapor había arribado durante la noche. Era un barco de los nuevos, de los que surcaban el mar como una flecha. Y ella, en vez de dirigirse a los depósitos con la esperanza de que ese día hubiera algo que cargar, se dirigió a los tinglados de perecederos. Un barco tan rápido como ese no se utilizaría para llevar sulfatos, ladrillos o carbón. Y así había sido.

La bodega del vapor estaba preparada para llevar grano. Y aunque su espalda se quejara por el trato recibido al cargar los sacos, ella estaba satisfecha. El navío pertenecía a la compañía Jauregui, ya había trabajado antes para ellos, no hacían trampas con las cuentas y los capataces no pedían comisión por permitir realizar el trabajo. Todo un milagro para los tejemanejes que normalmente se daban en el puerto.

    Esperó la cola en las oficinas de la compañía y, cuando llegó su turno, comprobó el jornal y se lo guardó en el bolsillo del pantalón, más gris que negro, que vestía. Abandonó el puerto con paso apresurado, deseando llegar a casa, pero en el momento en que pisó la calle sosegó el ritmo y se permitió sentir el cansancio que lacraba su cuerpo. La jornada había sido agotadora, desde antes del amanecer hasta el anochecer, pero había merecido la pena, y además, era lo normal. Acarició las monedas que guardaba en el bolsillo y sonrió para luego fruncir el ceño. Sí, tras unos días de incertidumbre había conseguido algo de dinero, pero no tanto como necesitaba.

    Ni por asomo.

    El plazo para pagar la deuda se le agotaba, de hecho hacía una semana que había expirado. Disfrutaba de un tiempo prestado. Pronto vendrían a buscarle y entonces tendría que hacer frente al pago conforme a lo acordado.

Aunque se le retorcieran las entrañas.

    Apretó los puños mientras esquivaba las redes extendidas en el suelo que las mujeres de los pescadores zurcían con esmero. Giró a la izquierda en vez de a la derecha al llegar a la Concordia, desviándose de la dirección que debía tomar para llegar a su casa y volvió a alterar la ruta poco después. El instinto y la experiencia le decían que cuanto más imprevisibles fueran sus movimientos, más difícil sería que le atraparan. Al llegar al barrio saludó, más por costumbre que por amistad, a unos hombres que fumaban frente a la tasca y estos le devolvieron el saludo, más por respeto a Anna que por aceptación a ella. Se detuvo poco después al ver a un grupo de pescadores observando algo con evidente interés.

    —¡Lauren! ¡Hay un bólido aparcado frente a tu casa! —gritó un pequeño acercándose a ella.

    Antes de que llegara a tocarle, la madre del mozalbete agarró con brusquedad al crío y lo alejó de ella, regañándole por hablar con quien no debía.

Amanecer Contigo, Camren G'PWhere stories live. Discover now