CAPITULO 7

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Quince hombres en el cofre del muerto... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!

    ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    6 de abril de 1916. Por la tarde.

«Soy una idiota. Una imbécil. Una puñetera estúpida.»

    Lauren miró de refilón el reloj de bolsillo que Enoc le había dado hacía unos minutos, cerró los dedos sobre él y contuvo a duras penas las ganas de estrellarlo contra la pared. En lugar de eso se giró en la cama hasta quedar tumbada de espaldas a la puertaventana.

    Quizá así pudiera ignorar la tentación.

    Porque, si de algo estaba seguro, era de
que el mezquino señor Abad la había dejado abierta para provocarle... Y que, en cuanto la traspasara rompiendo su promesa, correría a decírselo al maldito capitán. Y no es que le importara demasiado la opinión que el viejo tuviera sobre ella, pero no estaba dispuesta a quedar como una mentirosa.

    —¡Vas listo, viejo! No pienso caer en tu trampa —rugió airada dando un puñetazo a la almohada. En poco menos de dos horas se vería libre de su promesa, y por Dios que iba a cumplir con cada maldito segundo.

Aunque le costara la cordura.

    Exhaló un suave gruñido, recostó la cabeza en la almohada e ignoró a fuerza de voluntad la necesidad de girarse y mirar la puerta abierta que daba al exterior. A la libertad.

    Debería estar contenta en vez de furiosa, esa misma mañana había recibido la noticia de que Michael estaba muerto. No volvería a ver su asquerosa cara nunca más. Pero aunque el día había empezado mejor de lo que podía esperar, había continuado mal... e iba a acabar peor.

    El gigantón había permanecido durante horas en el dormitorio, hablando sin parar, quejándose por tener que hacer de niñera, mareándole con sus «sí, señor» y «no, señor».

Poco después de las diez había regresado el médico, y con él, el capitán. Le habían mirado como si estuvieran tramando algo y habían asentido en silencio, poniéndole los nervios de punta. Luego, el matasanos le había tendido la maldita botella mientras le miraba con una ceja arqueada. Y, habida cuenta de que no le permitían abandonar la estancia y de que además tenía necesidades que no podía soslayar por más tiempo, no le había quedado otro remedio que hacer uso de dicho recipiente. Al menos habían tenido la deferencia de permitirle cinco minutos de intimidad.

Después, el doctor había dispuesto varias botellas sobre el escritorio y dado instrucciones de que evacuara cada tres horas. Instrucciones que por supuesto no pensaba cumplir. Instrucciones que se vio obligada a cumplir cuando Etor decidió que habían pasado las tres horas. ¡Era imposible discutir con el gigante! No atendía a razones, se limitaba a soltar un extenso discurso sobre las instrucciones recibidas mientras hacía crujir sus nudillos. Y tenía unas manos enormes... y a ella, para qué negarlo, le dolía todo el cuerpo. Prefería dejar pasar un par de días más antes de recibir una nueva paliza.

    Poco después del mediodía Enoc había aparecido con una bandeja de comida, relevando a Etor de su vigilancia. Lauren casi se alegró al verle, al menos constituía un cambio en la decoración del dormitorio. Dejó la bandeja sobre la mesilla y tras describirle lo que le pasaría si no se lo comía todo, acercó una silla a los pies de la enorme cama, sacó una baraja de cartas del bolsillo y comenzó a hacer solitarios sobre las sábanas.

    Lauren comió aliviada al comprobar que su guardián se limitaba a hacer un solitario tras otro, dejándole tranquila. Prefería con mucho la callada indiferencia de Enoc a la parlanchina vigilancia de Etor. Cuando terminó, se propuso hacer algo, cualquier cosa, que le liberara de la monotonía. Si pasaba un solo segundo más tumbada, se volvería loca.

Amanecer Contigo, Camren G'PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora