Epílogo

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Podrá nublarse el sol eternamente, / Podrá secarse en un instante el mar, / Podrá romperse el eje de la tierra / como un débil cristal. / ¡Todo sucederá! / Podrá la muerte / cubrirme con su fúnebre crespón, / pero jamás en mí podrá apagarse / la llama de tu amor.

    GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

    12 de noviembre de 1916

    Esbozando una engreída sonrisa, Lauren observó la chaqueta y los pantalones de los que acababa de despojarse. Al igual que la camisa, estaban colgados en el galán de noche mientras que la odiada corbata yacía olvidada sobre la silla. Había vuelto a vestirse de lechuguina, solo que en esta ocasión, había querido hacerlo.

    Y había merecido la pena. Con creces.

    La mirada que Camila le había dedicado al verla junto al altar había sido tan radiante que le habían temblado las piernas de la emoción.

    —¡Puñeta, soy una mujer casada! —exclamó con un deje histérico en la voz antes de echarse a reír eufórica.

    Recorrió su dormitorio a grandes zancadas, sujetándose la tripa con ambas manos cuando una manada de elefantes comenzó a bailar flamenco en su estómago. Camila le había aceptado, y ahora era suya. Suya para amarla, para hacerla feliz, para complacerla, para disfrutarla, para besarla, para saborearla, para acariciarla... Detuvo su errática danza al sentir que esa parte de su anatomía que llevaba más de tres meses agonizando por la falta de atención se alzaba impaciente en su ingle.

    —Tranquilízate, majadero, no vayas a estropearlo ahora —se ordenó en voz baja, consciente de que no podía acudir al dormitorio de su recién estrenada esposa de esa guisa. ¡La asustaría!

    Camila era inexperta. Ella también, por supuesto. Pero su deber era tranquilizarla, ¡no aterrorizarla asaltando su dormitorio tan nerviosa y excitada como un animal en celo! Inspiró profundamente y luego soltó el aire muy, muy despacio. Repitió el proceso varias veces, hasta que consiguió que aquello retomara sus dimensiones habituales y volviera a pasar desapercibido en el interior de sus pantalones. Más o menos.

    —¿A quién quiero engañar? —se preguntó frustrada mirándose en el espejo—. ¡Esto no hay pantalón que lo disimule! ¡No puedo atravesar la galería con la pistola cargada!

    Y entonces se le ocurrió.

    Abrió la puerta que daba al corredor y asomó apenas la cabeza. Miró a un lado y a otro. No había nadie. Ningún marinero vigilaba que no estuviera donde no debía estar. Sonrió entusiasmada y salió al exterior, de noche, por primera vez en más de tres meses. Recorrió con pasos apresurados la distancia que le separaba del gabinete, ahora reconvertido en alcoba matrimonial, y al llegar allí, se detuvo.

    Su esposa —saboreó la palabra— estaba dentro, esperándole.

    Asió el pomo de la puerta, y en ese momento se percató de que le temblaba la mano. De hecho, todo ella estaba temblando. Tenía que controlarse, no podía abalanzarse sobre ella en ese estado.

    Parpadeó aturdida ante ese pensamiento.

    ¡Ni en ese estado ni en ningún otro! ¡No iba a abalanzarse sobre ella, y punto!

    Era una puñetera caballera y se comportaría como tal.

    O moriría en el intento.

    Cerró los ojos y, apartándose unos pasos, inspiró despacio, intentando calmarse.

    No funcionó.

    Giró sobre sus pies y se dirigió a la balaustrada. Sacó medio cuerpo fuera y se llenó los pulmones con el gélido aire invernal para luego soltarlo muy despacio. No iba a entrar en el dormitorio marital poseída por el deseo, aunque le costara la vida... o un buen constipado. Se esforzó en dejar la mente en blanco. En apartar de su estúpido cerebro la imagen de Camila esperándole en la cama. Con uno de sus preciosos camisones. Seguro que era uno de esos escasos de tela que parecían combinaciones. El tirante se le habría deslizado por el brazo, dejando su hombro al descubierto... y el escote sería amplio. Casi podía ver, y saborear, el comienzo de sus níveos pechos. Dio un puñetazo sobre la balaustrada y enfiló de regreso al antiguo gabinete. Se detuvo antes de llegar. Sacudió la cabeza, furiosa, giró sobre sus talones y volvió a la barandilla. Permaneció allí hasta que el frío calmó un poco su ardor, y cuando más o menos lo hubo conseguido, se dirigió de nuevo a la puerta, asió el pomo y lo giró despacio.

Amanecer Contigo, Camren G'PWhere stories live. Discover now