CAPITULO 30

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El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.

    GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

    Lauren, sentada en el borde del asiento del landaulet, irguió la espalda cuando las empinadas callejuelas del pueblo quedaron atrás y comenzaron a ascender la falda de la montaña. Sintió un nudo en el estómago al vislumbrar los rojos tejados de la casa a través de las ramas de los árboles. Instantes después el automóvil abandonó la carretera, internándose en el camino de tierra pisada que atravesaba la inmensa pradera en la que estaba la casa de curación. En el momento en que el vehículo se detuvo, asió con tanta fuerza la manivela de la puerta que sus destrozados nudillos perdieron todo color.

No prestó atención a las paredes pulcramente encaladas, a las primorosas flores que adornaban las ventanas o a las cantarinas fuentes de límpida agua. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en las tres mujeres y el hombre que estaban en un banco del jardín.

    Biel, en el otro extremo del asiento, observó asustado la cadavérica inmovilidad de su nieta. Había imaginado que echaría a correr incluso antes de que el landaulet se detuviera, pero no había sido así. Muy al contrario, si hacía caso de lo que su instinto le decía, la muchacha estaba petrificado de vergüenza y no se atrevía a abrir la puerta.

    —Lauren... —le llamó Isembard, sentado entre ambos mientras que Enoc y Etor se mantenían inmóviles en la caja delantera, tras el volante.

    Lauren se limitó a asentir con la cabeza, la mirada fija en un punto del jardín. Y Biel, tras golpearse los zapatos con la punta del bastón, tomó una decisión.

    Se apeó del coche, lo rodeó colocándose junto a la puerta a la que se aferraba su nieta y dirigió la mirada hacia el punto que parecía aterrorizarle... solo para sumirse en un confundido asombro.

    La mujer que en esos momentos caminaba hacia ellos acompañada por Sinuhe, Camila y Doc no era como la había imaginado.

    En absoluto.

    Era una anciana diminuta que caminaba apoyándose en una sencilla muleta mientras le observaba con una mirada tan fiera que, si fuera un hombre más débil, se habría echado a temblar. Estaba tan delgada y parecía tan frágil que bastaría un soplo de aire para derribarla, siempre y cuando dicho soplo de aire tuviera los redaños suficientes como para intentarlo, algo que, sinceramente, ponía en duda.

    Anna se detuvo frente al hombre que parecía proteger la puerta tras la que se escondía su pequeña. Era un anciano recio y alto, de intensos ojos negros enmarcados por pobladas cejas blancas que la observaban con cierta sorpresa.

    —Capitán Jauregui, imagino —le saludó irguiendo la espalda cual reina—. La próxima vez que mi pequeña quiera decirle algo, le aconsejo que gruña menos y escuche más. Nos ahorrará a ambos muchos disgustos —dijo para luego situarse frente a la puerta, ignorándole—. Lauren, sal de ahí ahora mismo.

    Y Lauren, por fin bajó del coche.

    —Anna...

    —¿Qué has hecho? —le interrumpió ella, los dedos de su mano derecha engarfiados con fuerza en el travesaño de la muleta.

    —No he hecho nada... —se interrumpió al recibir un fuerte bofetón.

    —¿Qué te he dicho siempre sobre las mentiras?

    —Que tienen las patas muy cortas —masculló Lauren. La mirada baja, los hombros hundidos y las manos metidas en los bolsillos del arrugado pantalón.

Amanecer Contigo, Camren G'PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora