CAPITULO 15

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Tú eres un buen muchacho, no me engaño.

    ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    19 de abril de 1916

    Lauren se estiró ahogando un bostezo y sintió crujir cada una de sus vértebras.

Sonrió, así era como se llamaban los huesos que tenía en mitad de la espalda, lo había aprendido hacía un par de días. Esos, y muchos otros huesos más. Y apenas se acordaba de la mitad. Abandonó la cama para dirigirse al armario y sacar del hueco en el que escondía el timón un atado de papeles que había ido sisando del estudio cuando Isembard no se daba cuenta. Buscó los dibujos que había hecho a escondidas del esqueleto que Isem le había mostrado en clase y, resiguiendo las palabras con las yemas de los dedos, silabeó cada hueso apuntado. No quería olvidarlos. Cuando lo hubo hecho regresó a la cama y se sentó en la posición que había mantenido toda la noche, la espalda apoyada en el cabecero y las piernas dobladas con el libro de Alejandro Magno sobre ellas. Abrió por enésima vez el voluminoso tomo y continuó con la lectura que le había mantenido despierta. Menos mal que su abuelo era un ricachón, no quería ni pensar en lo que debía costarle tener encendida la luz de la lamparita toda la noche.

    Había estado en el cuarto con Camila hasta bien entrada la noche, escuchando cada una de sus reclamaciones y asintiendo ante la mayoría de ellas, y luego la había hecho sonreír fingiendo ser una pirata y escenificando entre susurros las descabelladas historias que se le habían ocurrido hasta que ella, entre carcajadas silenciosas le había dicho que tenía alma de pirata. Y ella, sin saber bien el motivo, se había cernido sobre ella cual corsaria y le había susurrado al oído: «Y a ti te gustan los piratas». Camila se había sonrojado violentamente y ella se había sentido más poderosa que un rey en su trono. Y acto seguido ella le había despedido, indicándole que era tarde y que ambas necesitaban dormir. ¡Maldita fuera su bocaza! ¿Por qué no sabría estar calladita? No había querido irse, le gustaba estar con ella, disfrutar de su amistad y sus sonrisas, de su aroma a inocencia y sus miradas taimadas, pero no le había quedado otro remedio, por tanto, se había marchado.

A regañadientes.

    Había regresado a su dormitorio e, incapaz de dormir, había abierto el libro de Alejandrito y buscado información sobre el nudo de marras.

    —¡No puede ser que un tipo que vivió hace más de dos mil años sea más listo que yo! —había exclamado antes de empezar a leer con atención el índice.

    Y así había pasado la noche hasta que la tímida luz del amanecer le había avisado de que el plazo llegaba a su fin. Miró el reloj que Enoc le había dejado y que nunca le había reclamado y comprobó que apenas le quedaba una hora para bajar a desayunar.

Sacudió la cabeza y retomó la lectura aunque las letras se juntaban unas con otras, obligándole a parar continuamente para pronunciar las palabras en voz alta y confundiéndole cuando no entendía su significado, pero aun así abriendo un nuevo mundo ante sus ojos. ¡Qué maravilloso sería tener un mapa e ir siguiendo las aventuras de Alejandro a través del tiempo y del espacio!, sobre todo cuando el libro dejaba atrás la política y se sumergía en las batallas y las leyendas.

    Se levantó de la cama tiempo después, tomó su ropa y se dirigió al baño, donde tras asearse, se vistió. Ya con la cabeza un poco más despejada bajó al comedor, deseosa de enfrentarse con Isembard y su reto.

    Camila observó preocupada a Lauren cuando esta entró en el comedor. Por las ojeras que lucía podía intuir que no había pegado ojo en toda la noche, y no por culpa de las pesadillas, pues no le había escuchado gemir ni gritar. Más bien se temía que el culpable de su lamentable apariencia era el libro que sujetaba con fuerza bajo el brazo.

Amanecer Contigo, Camren G'PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora