CAPITULO 4

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  Ah... Perro Negro —dijo él—. Es un tipo de cuidado, pero aún son peores los que lo enviaron.

    ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    5 de abril de 1916. Antes de anochecer.

Tras abandonar el depósito de los muelles de la Muralla, Lauren se quitó la chaqueta, colgándosela del codo. En solo una semana el clima había cambiado, y el helador tramontana 4 había dado paso a un húmedo y bochornoso xaloc. 5 Alzó la mirada hacia el cielo, de un azul intenso que no presagiaba tormentas, y la bajó hacia las altas y cortas olas que se estrellaban contra el espigón, el viento podía hacerlas cambiar. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar lo que era ser lanzando contra aquellas rocas.

    Un cosquilleo en la nuca, seguido por el fuerte aguijonazo del miedo, hizo que se olvidara de antiguos temores y se irguiera para enfrentarse a los nuevos. Giró sobre los talones buscando el origen de la persistente sensación y se encontró con su cada día menos inesperado perseguidor a pocos metros de ella. Dejó escapar un suspiro, por un momento su instinto le había hecho pensar que eran los hombres de Marcel quienes le observaban. Pero no, era el chófer del viejo quien, apoyado en relajada postura contra una de las paredes del depósito, le vigilaba fumando un cigarrillo.

    Enoc se llevó la mano a la visera de su gorra, burlón, cuando la muchacha le vio. Tras llevar casi una semana convertido en su sombra, ya no se molestaba en ocultarse. La nieta del capitán tenía la vista y el olfato de un albatros, los reflejos de un pez vela y el instinto de un tiburón, nada se escapaba a su percepción.

    Lauren le saludó con un gesto a la vez que una maliciosa sonrisa se dibujaba en su rostro. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y echó a andar hacia el paseo de Colón mientras cavilaba la manera de dar esquinazo al tenaz hombre.

    Enoc tiró el cigarrillo al suelo y se apresuró a seguirle. Estaba impaciente por ver qué truco intentaría esa tarde. Casi podía decirse que estaban empatados. La joven había conseguido burlarle dos veces, y él había logrado seguirle hasta la casa, sin perderle de vista, otras tres. Esos momentos de persecución eran lo más divertido de todo el día, ya que la díscola muchacha ocupaba la jornada en ir al puerto, realizar su trabajo —un trabajo que Enoc se encargaba de que encontrara sin problemas— y regresar a casa. El antiguo marinero frunció el ceño al ver que su presa caminaba en dirección contraria a la Barceloneta. ¡Maldito fuera!, pensó sonriente, la chaval ya estaba haciendo de las suyas.

    Lauren cambió de rumbo al llegar al cuartel de Atarazanas, adentrándose en las retorcidas callejuelas que cruzaban el Raval. Sin dejar de echar vistazos a su espalda se camufló entre la multitud de inmigrantes y obreros que rondaban frente a las tabernas y burdeles y, cuando estuvo segura de haber perdido a su rastreador, se dirigió de nuevo al puerto con la intención de bajar desde allí a su distrito.

    —Estás hoy muy juguetóna—escuchó una voz sibilante tras ella.

    Lauren se detuvo en seco, la sonrisa borrada de su rostro, la espalda tensa y los puños cerrados junto a sus muslos. Se giró lentamente hasta quedar cara a cara con el dueño de la voz. El hombre, vestido con un traje que, de tan elegante que quería ser, resultaba ridículo, le miró por debajo del ala de su sombrero mostrando una aterradora sonrisa.

    —El jefe quiere verte.

    —Dile a Marcel que mañana iré al Lobo Tuerto —replicó Lauren dando un paso atrás.

    —Creo que no me has entendido. El jefe quiere verte ahora. Lleva muchos años esperándote, no quiere postergarlo más.

    Lauren asintió complaciente, dio un paso hacia él y, de improviso, giró sobre sí misma y echó a correr tan rápido como pudo en dirección contraria. La gorra que llevaba salió volando mientras todos los músculos de su cuerpo vibraban alcanzando su máxima tensión.

Amanecer Contigo, Camren G'PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora