𝟭𝟲

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Nadie había enseñado a Ailén sobre la vida. Por eso, sentada en el asiento del coche que le llevaba al estadio, pensaba en su hermano.

Yael era un hombre joven de 26 años sin ambiciones. Nunca llegó a trabajar en un puesto estable y siempre iba dando tumbos de un lado para otro a donde le aceptaran tal como era. Su carácter arisco, reservado y sincero le llevaba por lugares donde su personalidad era fácil de manejar por despreciables que se aprovechaban de su situación económica o su buen fondo.

Había forjado un pequeño grupo de amigos desde sus años de instituto de Almas, que salía casi todas las noches hasta altas horas de la madrugada, cuando sus pulmones y estómagos no podían aguantar más o se habían hartado de tener sexo. Aquel ambiente tóxico solo podía acabar de una manera y el grupo se fue disolviendo por peleas hasta que solo quedaron dos personas que se juraron lealtad: Yael y Kiles.

Los dos llegaron demasiado lejos con la venta de drogas, siendo camellos para toda Ragta. Y, por supuesto, eso beneficiaba a Sentenza, quien les proporcionaba toda la diversión que pedían a cambio.

Cada vez que volvía a casa, la Ailén de último año de instituto, le esperaba junto a su abuela para cenar como una buena hermana. Él comía con ellas tratando de disimular todo el dinero que había ganado y perdido en apuestas o lo colocado que estaba. Pero ella era demasiado inmadura e ingenua para captar alguno de los detalles que ahora entendía, repasando los momentos que recordaba a su lado.

Él le advirtió de los peligros del mundo en el que se movía, le enseñó a pelear y a no fiarse de las personas, por mucho que creyera conocerles bien.

En aquellos años separados, antes de desaparecer, no le había echado la culpa de lo que le pasó. Siempre pensó en Yael como su querido hermano, al que sus adicciones y malas influencias habían devorado, pero ahora tenía miedo de verle de una manera distinta. Es decir, si era real que estaba vivo, no entendía por qué no había contactado con ella o por qué no volvía a casa.

Algo realmente turbio, que ella desconocía pero intuía, estaba ocurriendo y, sin embargo, la luna brillaba especialmente bonita aquella noche a través del cristal, donde se reflejaban las luces de los semáforos por los que pasaban.

Frente a ella, Sentenza finalizó la llamada de teléfono con la que había estado ocupado y se colocó unos guantes marrones de cuero que acompañaban al color de su traje.

Afuera, en los alrededores de la gran plaza, las personas comenzaban a aparecer en grupos caminando hacia la entrada. Algunos iban vestidos con camisetas y carteles para animar a Tracer o a los otros competidores. Cada vez se reunían más y más en una multitud que avanzaba hacia la entrada, vigilada atentamente por la policía y la seguridad del estadio.

Ailén se encogió en su asiento, separándose de la ventanilla para mirar al frente, donde el hombre de los guantes le sonreía.

— ¿Has disfrutado de tu pequeña salida?

— ¿Qué? Yo no...

— No te pongas nerviosa, sé que conoces bien tu lugar. Puedes salir siempre que vuelvas adonde perteneces y no causes ningún lío.— Sus ojos arrugados le escrutaron de arriba a abajo.— ¿Sabes? Tengo buenas noticias sobre tu abuela: está bien y come mucho.

— Bien, te devolveré el dinero que le has dado cuando acabe el trabajo y vuelva a Almas.

— No es necesario. Lo estáis pasando mal y yo os ayudo. Pronto volverás a verla.

Ailén no le sonrió de vuelta. Miró por la ventana de nuevo para ver cómo el vehículo daba toda la vuelta al edificio con el fin de entrar por una entrada trasera de la que Eryx no le había hablado.

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