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La cama sobre la que descansaba el cuerpo de Ailén no le permitía dormir, por mucho que fuera como estar acostada sobre una blanda nube en la que su piel se hundía. Tracer se la había cedido para luego marcharse del piso sin mediar palabra sobre dónde iba. Ailén solo le había visto coger las llaves y la chaqueta dos horas atrás, después de su intensa discusión.

Sus ganas de echarse a llorar habían sido sustituidas por un extraño vacío en su pecho que un vaso de agua no pudo llenar.

Aún recostada, sacó la fotografía arrugada para alisarla entre sus manos y así poder comparar el pasado con lo que eran ahora.

Todavía recordaba borrosamente el momento en el que había sido tomada.

Tracer le había pedido un paseo en bicicleta por Almas hasta el campo abandonado cerca de la estación de tren, donde se solían reunir cada tarde después de la merienda que les preparaba su abuela. Jugaban a nuevos juegos, inventados por ella, donde se perseguían montados en sus bicicletas y siempre había un pequeño accidente por la velocidad de estas sobre el terreno irregular. Pero jamás fueron graves. Luego él le contaba las travesuras que hacía en la escuela mientras ella le escuchaba apoyando la cabeza en su hombro o golpeándolo con suavidad. Algunas veces ella le enseñaba las técnicas de defensa persona que Yael le enseñaba y otras solo se sentaban en el suelo a ver cómo el sol se ponía.

Ese día Tracer predijo el futuro inintencionadamente cuando le dijo: "si fuera un animal sería un cuervo", "porque soy inteligente y el mejor amigo que puedas tener, y podría volar muy lejos".

"Pero los cuervos son violentos, te pueden picotear los ojos y sacártelos", le contestó ella.

"Lo que haré si alguien me arranca las alas". "Pero volaría tan alto que alcanzaría el sol".

"Si vuelas muy alto te quemarás como Ícaro".

"¿Quién es Ícaro? ¿Es tu novio?", le pinchó con el dedo en su pierna y una sonrisa que enseñaba sus dientes torcidos.

"Qué listo, cuervo". "Se nota que has estado atento en clase".

Cuando volvieron a casa eran casi las nueve de la noche, algo tarde para entonces. Los demás niños se habían reunido en el patio interior del edificio redondo, donde un vecino había comprado una pequeña cámara analógica y les regaló una fotografía para el recuerdo.

No era algo común que alguien de su edificio pudiera permitirse comprar una cámara como aquella y todos los presentes tenían curiosidad acerca de esta, sobretodo los más pequeños. El hombre les invitó a unirse al grupo y Tracer no dudó en colocarse el primero. Ailén le siguió como siempre hacía, sin darse cuenta.

Viendo la foto tomada con más detalle, el chico no parecía demasiado distinto a cómo era, con el mismo cabello oscuro de un corte distinto, peca bajo el ojo izquierdo y ojos tan transparentes que contaban la verdad.

Ailén la dejó sobre la superficie lisa de mármol blanco que recubría las paredes y la cama, pegada a esta. Después de quedarse varios minutos de cara a la puerta del apartamento, esperando que se abriera en cualquier instante, cerró los ojos por el agotamiento.

Esa noche no tuvo ningún sueño. Todo era oscuro y silencioso, hasta que le pareció oír unas voces murmurando.

No quiso abrirlos por temor a despertarse y no poder volver a dormir, ya que ni siquiera había amanecido por las luces apagadas, pero fue consciente de que aquellas voces no venían de su mente. Unas personas habían entrado al piso y parecían estar conversando en voz baja para no despertarle o que no escuchara algo que no debía oír.

Ailén abrió los ojos poco a poco, asegurándose de que su cuerpo estaba colocado hacia el lado de la ventana y las personas no pudieran saber que estaba pendiente de lo que decían, por si debía salir de la cama y actuar para defenderse de los desconocidos.

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