𝟰

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Un fuerte ruido le despertó en mitad de la noche.

Estaba acostumbrada a escuchar las fiestas clandestinas que se repetían a lo largo del edificio cada cierto tiempo, pero aquella le hizo replantearse su existencia entera durante toda la noche, dejando a su mente vagar en la oscuridad antes de poder cerrar los ojos. Se hartó de los gritos y de la música que entraba por la puerta principal y llegaba hasta su habitación cerrada.

Si hubiese sido un fin de semana como otro cualquiera, lo hubiera dejado pasar, pero por suerte disponía de un trabajo y no quería perderlo durmiéndose o llegando tarde, después de lo que a Vera y a ella les había costado convencer a su tía para que le diera un puesto en la licorería.

Quiso asomarse al pasillo interior del edificio, que daba al patio donde transcurría la fiesta, para fichar a las personas que le impedían dormir. Si estaba en el piso catorce y les escuchaba con claridad, no se quiso imaginar cómo estarían pasando la noche los vecinos de los primeros pisos.

Ailén cogió una gorra amarilla de su armario para taparse la cabeza del frío y se metió en unos pantalones de chándal grises.

Salió afuera, dejando la puerta medio cerrada, para apoyarse en las barras del balcón y mirar afuera. El aire del piso catorce era frío y golpeaba su rostro, moviendo los mechones de pelo que enmarcaban su rostro hacia todas las direcciones. Al apartarlos, pudo ver abajo dos enormes altavoces potentes de los que salían las canciones. Allí habían unas cincuenta personas tomando alcohol de botellas y vasos, bailando al ritmo de la música o fumando alrededor de una cachimba. Algunos andaban gritando, otros tendidos en el suelo compartiendo más que besos...

De pronto, alguien notó que les estaba observando, señalando hacia dónde estaba, pero ella no se escondió. Por mucho que enfocara su vista estaba demasiado lejos para saber quiénes eran, hasta que escuchó una voz alzándose por encima de las otras.

En cuestión de segundos, la mayoría de los presentes miraba en su dirección, o eso le pareció.

Ulises y sus amigos del edificio se rieron y le gritaron para que bajase, tomándole a broma. Aquello le enfureció, comprendiendo por qué nadie les decía nada ni se enfrentaban a ellos, por temor a contradecir al hijo de Sentenza. Nadie quería tener problemas con él.

Ailén volvió adentro para ir directa hasta la cocina. Buscó dónde había dejado el cubo de la fregona y lo cogió para llenarlo de agua bajo el grifo de la pila. Luego abrió el estante de las especias y se quedó pensativa. Echó un buen chorro de aceite, pimienta y colorante, sin desperdiciar demasiado. Luego lo removió como si se tratara de una receta improvisada que estaba cocinando, divirtiéndose. Después dejó los ingredientes sobre la encimera por si tenía que volver a hacer un segundo aviso y el primero no funcionaba.

Sacó el cubo lleno afuera, con cuidado de no manchar el suelo de su casa, y lo subió hasta sus brazos. Al asomarse de nuevo, ya nadie miraba pensando que se había marchado.

Le dio un último vistazo al agua, dudando si sería suficiente, y pegó un escupitajo. Después buscó detenidamente su objetivo, Ulises, y cuándo lo tuvo a tiro, echó el contenido del cubo al vacío, esperando haber acertado. Tardó un poco en caer hasta dar con el suelo e impactar contra los pantalones y el brazo del chico, que se quedó sorprendido sobre la procedencia. Se giró a su alrededor gritando algo e insultando a sus amigos. Ailén sonrió como si fuera una francotiradora y repitió la acción, recargando su cubo, solo que esta vez se puso más creativa y añadió pintura azul. Al lanzarlo, dio contra un grupo de chicas sentadas en el suelo, que se levantaron y se marcharon corriendo.

Sintió satisfacción al ver cómo el patio se volvió todo un caos.

Cuando se les ocurrió que quizá el agua manchada no venía de ellos, sino de unos pisos arriba, Ailén les miró con una sonrisa y les enseñó sus dedos corazón con una expresión de asco, arrugando el puente de su nariz.

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