𝗣 𝗿 𝗼 𝗹 𝗼 𝗴 𝗼

188 11 0
                                    

El ruido de las sirenas de policía se escuchaba distante pero presente, como advirtiendo a las personas que vivían en el barrio de Almas, que seguían allí, vigilando cada paso, hasta cuando creyeran que nadie les podía observar.

Los persistentes gritos y los ruidos que inundaban las calles, mezclados con el sonido de las vías del tren por encima de las pisadas de Ailén, le obligaban a sacar los auriculares de su bolsillo para escuchar música mientras hacía lo que tenía que hacer. Pero, al ver que estaban enredados en un nudo sin fin, los volvió a guardar. En su lugar, revisó mentalmente si todo estaba en orden dentro de sus bolsillos, palpando a ciegas con sus manos. En uno tenía un desgastado eyeliner que a penas pintaba, su móvil, con un trozo de pantalla rota, y tres chicles, seguramente caducados. En el otro, las llaves de su casa, que aferró entre sus dedos.

Entró al imponente edificio residencial redondo, que parecía alcanzar el cielo si lo mirabas desde sus puertas. Con su fachada grisácea industrial, llena de pequeñas ventanas sucias, y sus trozos deteriorados por el tiempo, ya insinuaba las amenazas que se mantenían guardadas y aisladas de la sociedad en su interior.

Cruzó la entrada, enseñando a través de la ventanilla sus llaves al nuevo portero de control del edificio, que solo le hizo una señal con la cabeza para que pasara, desinteresado, mientras leía un periódico apoyado en la mesa y tomaba café frío. Era el número cinco del mes pasado, ninguno aguantaba lo suficiente como para quedarse más de dos semanas, como máximo. Siempre era un empleo pasajero para los vigilantes de seguridad que no eran contratados en otro lugar.

Luego de pasar el control, paró un segundo delante de los buzones de correo, tirando a la papelera toda la publicidad a la vez que ojeaba el llamativo panel de las normas, colgado arriba de estos. Había un total de 15 normas regulares que todos los habitantes debían seguir o ignorar, a su propio riesgo. Pero las personas que las incumplían tenían sus propios métodos para pasar desapercibidos. En un edificio con más de 200 personas y un solo panel de seguridad, era bastante fácil.

Rara vez Ailén había visto un control exhaustivo por todo el edificio, solo sucedía una vez al año, en navidad. Unas buenas fechas para ver el mundo como lo era ahí dentro, un caos donde los parias sin nombre huían a tiros de la policía por haber cometido actos ilegales. Esta era la única manera de poder librarse de aquellos malditos desgraciados que le molestaban y del cáncer que a grandes pasos corroía el edificio.

Personalmente, su día favorito.

Subió las escaleras graffiteadas hasta el décimo cuarto piso, haciendo varias paradas para recuperar el aliento, ya que el ascensor no funcionaba desde hacía años y nadie lo arreglaba. Tampoco era como si tuvieran el dinero para hacerlo.

Habían 50 pisos en total, pero nadie habitaba los últimos, más allá del número 35, ya que podían demorarse la mitad de su vida en subir y bajar las escaleras para salir o entrar.

Al llegar al suyo, Ailén caminó por el estrecho corredero, pasando por la puerta vecina a la suya, donde llamó con los nudillos dos veces a la pequeña ventana que daba a la cocina. Esta se abrió y de su interior salió un delgado brazo estirado con la mano abierta, con las uñas mal pintadas de rojo. La mano le hizo una señal, abriendo y cerrándose, y Ailén sonrió, sabiendo lo que quería. Le dio dos de los chicles de fresa que guardaba. El brazo los recibió y en seguida cerró la ventana, antes de que la chica pudiera agradecerle su servicio.

Su puerta, la número 9, estaba abierta de par en par.

Antes de entrar, se quitó las zapatillas para dejarlas en la entrada. Sacó de la deportiva izquierda el billete de 5 euros que siempre llevaba escondido, por si tenía alguna emergencia.

𝗧 𝗥 𝗔 𝗖 𝗘 𝗥 Where stories live. Discover now