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Desde un corredor estrecho en el segundo piso, con forma de H, algunos hombres le miraban, circulando por este o apoyados en la barandilla. Otros estaban parados en los pilares que sostenían el desgastado edificio, curiosos por ver qué hacía alguien como ella allí. Todos parecían armados bajo sus gabardinas o chaquetas, además de verle como una extraña, sabía que si algo salía mal no tendría oportunidad alguna de salir viva.

Pasaron por delante de unas máquinas de juegos desenchufadas, unos tenderos de comida india y tailandesa abandonados, y unos carteles en distintos idiomas que no alcanzó a entender. Cuando llegaron al centro de la sala, una gran y redonda mesa de madera oscura con sillas a su alrededor, les esperaba. Todas estaban vacías excepto por una, que tenía unos detallados adornos tallados en el respaldo diferentes a las demás, ocupada por un hombre de mediana edad con traje y corbata.

Le miró detenidamente, parándose frente a la mesa cuando vio que los hombres dejaban de caminar, hasta que este se levantó para saludarle. Arrugó el rabillo de sus ojos con una simple sonrisa, ofreciéndole el asiento frente a él. Tenía un aura cruel vestida con un distinguido traje azulado y camisa blanca, separándolo del resto de personas que se hallaban cerca de él.

— Ailén Dábalos, no te veía desde que tenías 17 años.

— Vine el año pasado.— Dijo de manera abrupta a la vez que se sentaba en la cómoda silla, arrepintiéndose de sus maneras un segundo después tras ver cómo un guardia a su derecha frunció las cejas.— Pero puede que ya no sea la misma persona.

— Ah, cierto. Yael. Ese cabrón ambicioso. No me he olvidado de él y parece que nadie lo ha hecho.

— ¿Le has visto?

Sentenza cruzó sus ásperos dedos por encima de la madera pulida, mirándole directamente a los ojos. Su expresión ya no era meramente cordial.

— No vengas con preguntas, la policía ya pasó por aquí. Hemos tenido pérdidas por culpa de tu querido hermanito, que no venía desde hacía meses. ¿Estoy siendo muy insensible?

— No, lo entiendo.— Tragó la saliva con fuerza que se había acumulado en su garganta, por temor a interrumpirle.— Esto salda la deuda.

Ailén sacó de su bolsillo el fajo de billetes enrollado y lo deslizó por la mesa hasta él. Sentenza llamó al hombre parado a su derecha, que recogió los billetes y comenzó a contarlos con habilidad entre sus manos. La chica, mientras esto sucedía, se rascaba con una uña un trozo de piel de su mano izquierda, para evitar ponerse nerviosa.

— Está todo, sí.

— ¿Y Kiles?

— ¿Kiles? Ese está muerto para mí. Quizá pronto lo esté, quién sabe si Yael tenía otros amigos...

— ¿Te debía dinero también?

— No, pero a mi hijo sí.

Entonces alguien más se unió a la reunión como si hubiese escuchado su llamado y solo había una persona que podía interrumpir en aquella habitación sin ser castigado. El chico bajo de pelo raso y cadenas en el cuello se acercó tambaleándose hasta llegar a la mesa.

— ¿Papá has visto mi...? ¿Ailén?

Su padre le ignoró mientras ordenaba a sus hombres que le sirvieran una copa de Gin Tonic, que le trajeron al instante. Ailén le miró por debajo de sus cejas, analizando su comportamiento relajado. Si bebía un cóctel era porque habría terminado su última reunión de negocios antes de que ella llegara, siendo que para él era una pobre chica más de los suburbios a la que cobrar una mísera cantidad de dinero. No la consideraba como un peligro y ni siquiera como alguien que realmente importara.

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