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Al pasar por debajo del puente que conectaba las vías del tren, dejó de ver la enorme luna llena y las estrellas, que le acompañaban en una noche con maneras de ser todo menos tranquila.

Sus pasos eran rítmicos y veloces, dando zancadas para llegar pronto a casa, cuando se volvió a sentir observada por alguien. A pesar de no haber ninguna persona o animal cerca, no podía evitar sentir el helado aliento nocturno sobre su nuca, simulando el de un ser humano. Ailén se deshizo de la coleta alta en su cabeza y liberó su pelo para cubrirse el cuello.

De pronto escuchó un ruido detrás de ella.

Se giró con los ojos muy abiertos, imaginando que podían ser los hombres de Sentenza, persiguiéndole por haber infligido daño a Ulises.

Las paredes del puente vibraron levemente para anunciar que un tren pasaría en segundos y una gotera del techo caía sobre un pequeño charco a su derecha, por lo demás, no había nada a lo que temer. Creyó que fueron solo ilusiones de su mente, engañándole para que tuviese miedo con tal de estar alerta durante todo el camino al edificio redondo.

Cuando llegó a la recepción se dio cuenta de que le vigilante de seguridad no estaba en su puesto, detrás del cristal.

Subió los escalones viejos de las escaleras de dos en dos, con agilidad, y se encontró con una vecina que subía hacia arriba, la cual le dejó pasar. Iba vestida con un pijama descolorido y llevaba una bolsa de plástico en la mano. No se dirigieron la palabra, ya que en el edificio habían muchas personas que no se conocían, pero la mayoría se respetaban a pesar de las trifulcas que se mantenían de puertas para adentro.

Llegó al piso 14 con la respiración alterada y las piernas cansadas del esfuerzo físico. Para poder recuperarse, se apoyó en la pared, notando cómo las gotas de sudor bajaban por su espalda.

Una pequeña ventana a su lado se abrió poco a poco, asomando dos bracillos morenos que colgaron de la repisa, a través de los barrotes.

— Me tienes que dar un paquete de chicles y cinco cromos.— Dijo una vocecita aguda de su interior.

— ¿Le has vigilado? Pero no te lo había pedido.

— Un paquete de chicles, cinco cromos y siete chocolatinas estaría bien.

Ailén sonrió para sí misma. Por supuesto que lo había hecho para ganar algo a cambio. No le gustaban nada los niños pero ese era la excepción.

— Oye, es demasiado. Un paquete de chicles y tres cromos, ¡dorados!

— Hecho.

La chica se dio la vuelta y se acercó al marco de la ventana, estrechando su mano limpia, sin rastro de pintaúñas, para cerrar el trato. Esperó para ver si quería algo más, pero el niño cerró la ventana.

Al llegar a su casa se quitó las zapatillas y, al fondo, vio a su abuela esperándole viendo la tele.

— Esta semana habrá que volver a comer arroz.— Anunció su llegada en voz alta.

— ¿Qué ha pasado, hija?

— Nada, yaya. Voy a calentar tu cena.

— Está bien, cariño, el arroz blanco me gusta.

Tras terminar de cenar bajo una lámpara de luz frágil para ahorrar, que solo atraía pequeñas polillas, acompañó a su abuela del brazo hasta el sillón para dejarle ver la televisión un rato más antes de ir a dormir. Se dio cuenta de que uno de los lados del reposabrazos se había rasgado y algo de espuma amarilla salía de dentro, pero no pudo hacer nada más que poner un trozo de celo para arreglarlo. Mientras se agachaba para colocarlo recto, vio en la pantalla una nueva noticia del telediario. Los antidisturbios habían logrado dispersar a las masas con armas de fuego, llevándose consigo a personas heridas y dos muertos. Mostraron la cara destrozada de una chica joven, peleas entre los manifestantes y cómo el incesante fuego de los contenedores, que hacía arder la ciudad, se estaba apagando poco a poco.

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