𝟮𝟴

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Al despertar abrió poco a poco los ojos.

Sentía frío y tenía la piel erizada.

Estaba dentro de un almacén vacío, sentada y atada a una silla de metal oxidado. Aquello apuntaba a lo que había ocurrido unas horas atrás a plena luz del día, en la calle. Les habían secuestrado.

Recordó que tenía la pistola de Tracer escondida, pero no podía sacarla, ya que su movimiento estaba delimitado por las cuerdas. Trató de hacer fuerza pero lo único que se hizo fue daño en los tobillos y las muñecas, rojas por el roce. Por mucho que quisiera, no podía liberarse.

Miró a su alrededor en busca de alguna herramienta por el suelo con la que ayudarse, pero más allá de las motas de polvo y las manchas, no había nada. En la entrada, que daba a los demás almacenes de la zona, con la persiana cerrada, había dos hombres armados vigilando. Pensaba que había sido Sentenza quien les retenía, todo por su culpa, por haberse enterado de lo que hizo con su sobrino, pero la cara de aquellos hombres no le sonaba de ser sus secuaces. Tampoco era que les conociera a todos, por lo que no lo descartaba.

De pronto alguien apareció en una esquina, seguido de otros tres hombres vestidos con ropa oscura y bandoleras.

Ailén pegó un grito cuando vio a Kiles, que fue silenciado por algo que tapaba su boca. Era cinta americana, pero no la había sentido porque su rostro se había adormecido del golpe.

Kiles pidió a sus hombres que les dejaran solos y ella se alegró de que lo hubiera hecho, porque así tenía más probabilidad de matarle, aunque no saliera con vida del almacén. Por desgracia, al despertarse del desmayo, el dolor en su cabeza se había hecho mucho más real y le hacía incapaz de concentrarse. Al mirar a sus cejas vio unas gotas bajar desde estas hasta su mejilla, que rodaron por su cuello.

— No has venido cuando te lo dije, Ailén.— Dijo el chico, retándole con la mirada, que se acercó para quitarle la cinta de un tirón con la mano.— He esperado mucho tiempo para hablar contigo. Quiero que sepas que no intento hacerte daño, ni a tu amiga.

— ¡Suéltale! Ella no tiene nada que ver. Me querías a mí y ya me tienes, ¿no?

— Algo que siempre he odiado de ti, Ailén, es que nunca escuchas a las personas. Desde que eras pequeña, eres así. Aunque te lo repitan quinientas veces.

Kiles se inclinó para verle más de cerca, lo cual le provocó repulsión y ganas de vomitar. Le veía cambiado, con una dejada barba rubia y el cabello más largo.

— De ti no quiero saber nada.

— ¿Ah, no? ¡Ni que Yael es un puto traidor! ¡Ni que está vivo y fingió morir!

— ¡Ya sé que está vivo!

— Ah, claro. La sangre antes que la verdad, ¿eh, Ailén? Tiras hacia tu hermano, aunque me conozcas de toda la vida. Yael era mi mejor amigo, que pienses tan fácilmente que podía hacerle algo tan horrible... demuestra que no me conocías de nada, ni tampoco a él.

— Yael no es–

— ¡Él me traicionó!— Se tocó el pecho desesperadamente, señalándose.— ¿No te parece ni un poco raro que te mintiera?

— ¡Ya basta! ¡Suéltame y dime qué quieres!

Ailén se movió alocadamente en su silla de un lado para otro hasta que esta perdió el equilibrio por una pata y volcó al suelo. El impacto le provocó más daño y mareo. Kiles se estaba hartando de sus gritos y su impaciencia hizo que levantara la silla, con ella a Ailén también, y una vez estuviera recta de nuevo, le pegó un bofetón no planeado en la mejilla. Ailén apenas reaccionó a la violenta cachetada, que le dejó una marca enrojecida. Apartó la cara, ocultándose tras sus mechones de pelo, y fijó la mirada en el suelo.

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