𝟮𝟵

17 2 0
                                    

Era extraño cómo, al despertar, parecía haber escapado de una larga pesadilla en la que estaba atrapada. A Ailén le dolía la espalda, y quizá eso hubiese sido lo primero que notó, si no tuviera el brazo derecho entumecido. Al reclinarse vio que estaba tumbada en unos asientos de la estación de tren de Ragta, que se encontraba vacía, de no ser por los dos pajarillos que saltaban por las vías oxidadas.

Su espalda se había clavado en el barrote que separaba los dos asientos y la manga de su mano dormida estaba manchada de sangre marrón. No le hizo falta saber de dónde había venido, ya que al tocarse la nariz, notó la textura de la sangre seca.

Por lo menos la cabeza ya no le daba vueltas y pudo levantarse poco a poco, sin mucho esfuerzo.

En el andén donde le habían dejado había un reloj que marcaba las diez de la noche, el cual no funcionaba porque el sol se volvía anaranjado. Ailén buscó su móvil nuevo entre la ropa, pero no estaba. Maldijo a Kiles cuando vio que sí que le habían dejado la pistola en el bolsillo.

Se volvió hacia las escaleras subterráneas que indicaban la salida, molesta, cuando golpeó una lata del suelo que pegó en una pequeña pantalla en la pared, donde había una cartel digital. Se acercó a este, viendo un vídeo de Tracer con su casco, anunciando las carreras en Dagta.

Ailén apretó los dientes, perdida, enfadada y queriendo hacer sufrir a todos los que le habían mentido y aprovechado de ella.

Sus ojos no veían los subtítulos bajo la figura de Tracer, que hablaban por su voz, sino que iban más allá, viendo debajo del casco, la cara de un traidor.

Sacó la pistola, cargada, y estiró los brazos muy rectos. Respiró hondo y apretó el gatillo, pero el retroceso de la pistola hizo que la bala fuera hacia la izquierda y quedara clavada en la pared. El ruido hizo que se desconcentrara, más alto de lo que había pensado que sería. Sin asustarse, volvió a intentarlo, cargó y disparó con un ojo cerrado, acertando en el cartel.

Una euforia interior de seguridad en sí misma y felicidad al haber acertado, hizo que disparase más de ocho balas hasta que el cartel dejó de funcionar, roto por los impactos.

Los pajarillos grises que jugaban en las vías volaron lejos, asustados por el ruido.

Así se dio por satisfecha, soltando un grito cargado de adrenalina, y se fue corriendo antes de que alguien le viera.

Bajó por la colina a toda velocidad, mirando atrás de vez en cuando por si la policía le había escuchado y le perseguía, pero no lo parecía. Aún así, cruzó el túnel esprintando como si el viento le llevara a su favor, ya que la policía no tardaría demasiado en llegar a la estación. No paró hasta llegar a casa, sin respiración.

En el salón estaba Jan, pintándose encima de la mesa las uñas de un bote rojo desparramado por la superficie. Tenía los dibujos animados encendidos en la televisión, pero no les prestaba atención y tampoco a ella.

— ¿Dónde está Eryx?

Jan, sin mirarle, le señaló el baño, que tenía la puerta abierta y desde donde salía un humeante vapor. Ailén la abrió de un portazo sin pretenderlo, dejando a Eryx con los ojos muy abiertos de la sorpresa. Ella entró disipando el vapor con su mano hasta que reparó en que al policía se le veía más piel de la que normalmente escondía bajo su ropa. Eryx, que se lavaba los dientes con un cepillo nuevo frente al pequeño y roto espejo, subió la toalla que le tapaba despreocupadamente la zona baja de su cadera. Su torso y abdomen mojado al descubierto provocó que Ailén se quedase mirando su cuerpo con una sonrisa divertida, antes de que él se cubriera hasta la cintura.

𝗧 𝗥 𝗔 𝗖 𝗘 𝗥 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora