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La canción animada de los años 80 que sonaba en la radio, rompiendo el silencio del interior del coche, era lo único que le mantenía sana para no caer en la locura, después de todo. Quería gritar por la ventanilla con toda la fuerza que sus pulmones se podrían permitir, después de haber preguntado tres veces a los dos hombres, sentados en los asientos delanteros, a dónde le llevaban.

Extrañamente, lo último que le preocupaba era saber quién le estaba secuestrando, ya que no tenía dinero para pagarles, así que sacó disimuladamente su móvil para avisar a su abuela que llegaría tarde a cenar. No sabía si ella todavía podía utilizar su teléfono antiguo para comunicarse, pero había una pequeña esperanza de que en algún momento se le ocurriera mirar entre las cajas de su habitación y encontrar el móvil de tapa, que solo podía recibir y mandar mensajes de texto. Aunque a la mujer le costaba levantarse del sofá, en sus momentos de lucidez, era una anciana muy inteligente. Solo cabía esperar que llegase uno.

En la pantalla vio que tenía dos llamadas perdidas de un número desconocido, así que las ignoró.

En menos de quince minutos llegaron a la parte trasera de la casa de apuestas, donde había un gran almacén abandonado en un amplio callejón sin salida.

Ailén esperó dentro del coche, cogiendo su mochila con una mano y el teléfono con la otra, por lo que pudiera pasar. Pudo ver a través del cristal opaco varios coches de alta gama y unos furgones preparados a las puertas de la persiana del almacén, levantada. Varios hombres cargaban unos maletines y maletas en los maleteros mientras que otros recibían órdenes de su jefe desde dentro.

Uno de ellos avisó a Sentenza sobre algo que hizo que mirara a donde estaba escondida. El otro hombre le ordenó bajar del coche y seguirle, cosa que ella hizo sin contradecirle.

Estaba desconcertada sobre el motivo por el que había enviado a sus hombres de confianza a por ella, pero más aún del movimiento que se veía en la calle, como si fueran a mudarse a otro lugar. Sin embargo, a medida que avanzaba hacia ellos, vio que los muebles parecían haberse quedado en el almacén y se preguntó si Sentenza los vendería con el edificio.

— Buen día, Ailén. El cielo está despejado y tengo la impresión de que hoy saldremos a tiempo de aquí sin tener que malgastar un segundo.

Sentenza le sostuvo la mirada con sus inquietantes ojos hundidos y sus manos pegadas a la espalda. Ella se colocó a su lado, dejando pasar a los hombres que entraban y salían del almacén.

— ¿Querías verme por algún motivo?

— He oído que te has quedado sin trabajo. No me gusta ver a la familia Dábalos pasarlo tan mal. Primero lo de tus padres, luego tu hermano y la pobre señora Dábalos, qué desgracia.

— ¿Le ha pasado algo a mi abuela?

El corazón de Ailén se paró por un momento, como si una fuerza poderosa pero invisible le obligara a hundirse en su interior, a la vez que contenía la respiración.

— No, por lo menos está viva. Muchos no pueden decir lo mismo, pero no he visto a una mujer más respetada que ella en Almas en mis 20 años como empresario. Tu abuela era muy valiente cuando era más joven, ayudaba a los demás sin importar su procedencia. Le admiro.

La chica pudo exhalar de nuevo, quitándose una carga de encima. Un escalofrío recorrió sus brazos, que le puso el vello de punta del alivio. Quiso cambiar el tema de la conversación para desviarlo de la anciana, ya que pensaba que cuanto menos le mencionara, más a salvo estaría de sus embaucadores y peligrosos negocios.

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