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Su mano alargada no llegó a rozar con la punta de sus dedos el cristal, cuando comprendió que no podía salvarle. La dejó caer para darse la vuelta hacia las butacas, vacías. Una larga gota de sangre brillante se deslizó entre sus dedos, recorriendo si piel hasta impactar contra el suelo. Ailén se abrió camino de la misma manera, a contra corriente entre las personas y el personal de la sala, hacia la salida. Mirando atrás, nadie pareció notar su ausencia entre la confusión y la expectación.

En su interior el sufrimiento apretaba su corazón, en el pecho, de una manera que apenas le dejaba respirar.

Se movió rápidamente por los pasillos por los que habían llegado al palco, escuchando el fuerte ruido que provenía del estadio y sin tener una idea de cómo llegar a Tracer, sin mayor orientación que su propio instinto.

En esos momentos no pensó en las advertencias de Eryx, ni tampoco en seguir el plan pactado con él. Tan solo deseaba poder llegar a la enfermería, pero daba vueltas y vueltas alrededor del edificio circular, sin llegar a ninguna parte. Subía y bajaba escaleras, alejándose de las personas que veía por miedo a que alguna le identificara, aunque fuera poco probable. Lo mínimo que podía hacer era no correr riesgos.

Llegó a una gran sala blanca siguiendo unas indicaciones, nada claras, sobre dónde estaba situada la enfermería del estadio. Abrió la puerta de unos baños públicos, un despacho... Algo le decía que él se encontraba cerca, su instinto.

A pesar de no llevar ninguna identificación encima, Ailén continuó caminando. No se rindió ante los pasillos llenos de puertas que no conducían más que a almacenes o despachos con equipamiento médico, sin encontrar a una sola persona en uniforme que le pudiese indicar.

Al cruzar una esquina, dio con unos asientos en un lateral del pasillo y unas máquinas expendedoras. Una era de cafés y, en la de dulces, pudo ver a un chico alto echando unas monedas en la ranura para luego enumerar el snack que había escogido. Lo reconoció como el amigo de Tracer, pero no recordaba su nombre. Era el mismo que le había ayudado a pedir un taxi y que había empuñado una lámpara para protegerle de ella. Parecía cansado y se frotaba la punta de la nariz con la mano.

Ailén quiso acercarse a preguntarle sobre el estado de Tracer, cuando una mano le cogió con fuerza del brazo y le giró hacia el otro lado. Ella se sobresaltó e intentó zafarse del agarre, pero vio una largas uñas bien cuidadas y un rostro de labios rojos perfectamente delineados que le confundieron.

— ¿Qué haces aquí? Mira tu mano, está cubierta de sangre.

Bajó la mirada a su pálida mano, manchada de rojo húmedo en la herida abierta y reseco en los nudillos y los dedos.

La mujer, que tenía razón sobre su aspecto, chasqueó la lengua con desagrado y paró a una enfermera que pasó a toda prisa por el corredor, vestida con una bata blanca en contraste con su vestido burdeos.

— Cúrale, por favor.

La enfermera asintió, dejando lo que estaba a punto de hacer o adonde quiera que fuera, para indicarles el camino a una sala de enfermería donde ella ya había estado anteriormente tras probar puertas. Ailén no podía apartar la mirada de la mujer, obviando a la enfermera que le hizo sentarse en una camilla para limpiarle la herida. Había algo en ella que le hacía preguntarse si ya le conocía, pero no podía decir de qué. Por temor a que le echaran del edificio o descubrieran quién era, permaneció callada, sin quejarse de la molestia del dolor al dejar manipular su mano.

La mujer le observó de brazos cruzados como una estatua elegante en la habitación hasta que la enfermera terminó de poner a Ailén un apósito. Luego se despidió con la cabeza y les cerró la puerta al marcharse.

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