𝟰𝟯

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Las escaleras del almacén se hicieron eternamente largas. Cada escalón le costaba de subir como si llevara cadenas de hierro por todo el cuerpo. Su brazo apenas se resbalaba sobre la barandilla de acero oxidado para apoyarse. Pero, por lo menos, la nariz había dejado de sangrar. Lo sabía por sus comisuras agrietadas y sus agujeros resecos.

Ailén pensó que habían tenido a Jan como señuelo por si no se presentaba y se preguntó cuántas estrategias más tendría preparadas Sentenza para ella.

A medida que subía, tenía más claro que el cielo no estaría allí, esperándole.

Ahora solo quedaban ella y Eryx, escondido en alguna parte desde donde estaría como francotirador. Si las cosas les salían mal, como probablemente se imaginaba que pasaría, las grabaciones estarían programadas para ser enviadas a cada uno. Y si ella moría, Sentenza y su mafia zanjarían aquella estúpida guerra de poder. Sin embargo, Ailén no estaba del todo preparada para dejar el mundo. Después de todo, veía injusto que ella tuviera que pagar por todos los hombres que amaba, pero que habían empezado la guerra en la que ella se había visto empujada.

Su muerte no sería venganza suficiente para hacerles pagar por el dolor que sufría, subiendo aquellas escaleras.

En el primer piso había un pasillo con una puerta cerrada. Ailén se paró frente a ella, cogió aire y puso la mano en el pomo. No fue ella quien la abrió. Desde dentro, un hombre tatuado hasta la cara invitó a entrar, y otros en fila detrás de él le miraron como si estuvieran esperándole.

En una mesa de despacho con estanterías llenas de archivos alrededor, se sentaba su jefe. Él era el único que vestía con un traje de raya diplomática y fumaba un cigarro largo. Estaba girado hacia la pared, donde había una ancha ventana, amarilla opaca, y ocultaba a alguien sentado detrás, en el suelo.

— ¿Y bien? ¿Dónde está Tracer?

No quiso mirarle. Sentenza desprendió el humo por su boca y bajó la cabeza hacia la persona con la bolsa en la cabeza.

Ailén no pudo contestarle. No supo qué contestarle.

Sentenza apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesa, se levantó y cogió a la persona por el brazo con muy poca delicadeza. Después lo tiró al suelo frente a Ailén, que contuvo la respiración.

— Muy bien, saluda y despídete de tu hermano.

Yael se retorció sobre la madera para ponerse de rodillas, con las manos bien atadas con cinta aislante. Ailén se apresuró hasta él y le quitó la bolsa de la cabeza. Su hermano estaba magullado, pero todavía conservaba su largo cabello oscuro, las ojeras azuladas y los demás rasgos que caracterizaban a la familia Dábalos, como sus expresivos ojos, que se agrandaron al verla.

Sentenza abrió un cajón del escritorio y pasó las manos por encima de un par de cuchillos de caza, dos cargadores, un silenciador y dos pistolas alineadas de manera impoluta. Parecía estar decidiendo con qué iban a morir. 

Ailén abrazó a Yael sin importar las cosas hirientes que se habían dicho por teléfono. Tenía a su hermano delante de ella. Estaba vivo. Estaba a salvo. Y, si iban a morir, sería juntos. Apoyó su cabeza, que temblaba, en su hombro, y desvió la mirada al suelo para evitar ver cuándo apretaría el gatillo.

El mafioso trajeado cargó la pistola de corta distancia que había escogido.

— ¿Recuerdas lo que te pedí? Tu amiguito me debe 40.00o dólares.— Agarró a Yael del pelo y lo tiró hacia atrás para separarlo de Ailén, que pegó un grito.— ¿Ves? ¡¿VES?! Esto lo que pasa. Yo no quería llegar a este punto, Ailén, pero te lo has ganado tú solita.

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