𝟯𝟰

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Fuera, la lluvia replicó contra el cristal de la ventana con tanta fuerza que silenció el llanto de la chica tirada en el suelo.

La cabeza de Ailén comenzó a dar vueltas por la habitación hasta que el patrón del papel de la pared frente a ella se mezcló, creando formas extrañas. La flores doradas sobre el papel burdeos se transformaron en horribles rostros de ojos hundidos y bocas abiertas, que esperaban el momento perfecto para salir de allí y abalanzarse contra ella.

Entonces cerró con fuerza los ojos, obligándose a mantener la compostura.

— Yael... tienes que volver a casa.

— ¿Cómo has conseguido este número?

— Me lo dio Tracer.

— No quería que sufrieras por de lo que hice y por eso os he mantenido a ti y a la abuela lejos de mí. Tiene que seguir así.

Un trueno sonó peligrosamente cerca del hotel. Ailén se sobresaltó y se giró en su dirección, pero solo era eso, el mal tiempo.

— Has hecho algo muy gordo, Yael.

— Ya lo sé.

— Quiero verte.

Los dos se quedaron en completo silencio, escuchando sus respiraciones distorsionadas por la línea del celular. El peso de la carga emocional que Ailén había reprimido durante tanto tiempo cayó sobre su pecho, con tanta fuerza, que le encogió el corazón. Estaba convencida de que Yael podía colgar en cualquier momento y seguir escondido en la sombra. Si aquella era la última oportunidad de escuchar a su hermano, tendría que hacer lo posible e imposible por que durara.

— No puedo. No quiero que te acerques más a mí, ni que me busques, ni vuelvas a hablar conmigo.— Su voz se escuchaba tan seria que no era capaz de reconocerle en ella.— Escucha, Ailén, tienes que sacar los trastos de mi habitación y borrar todo lo que quedaba en casa de mí. Quémalo todo, sabes dónde. Deshazte del teléfono del que me llamas. Y olvídate de ver más a Tracer, ¿me oyes?

— ¿Qué?

— Haz lo que te digo, Ailén. Sé una buena hermana.

— ¡Tú no lo has sido! ¡Me dejaste sola! Con todos tus problemas... y los míos. Y no sé cómo seguir. No puedes... no puedes esperar que me olvide de mi hermano y mi... mi mejor amigo, todo el mismo día.

Le pareció muy cruel lo que le estaba pidiendo. Ella estaba sufriendo, al borde de un ataque de ansiedad, pero él solo se preocupaba por sí mismo.

— ¿Y qué esperas? No es bueno para ti. Eres la chica más lista que conozco, y vas a hacer lo que sabes que es correcto. Tienes que seguir diciéndoles que Kiles es el culpable. No puedes contarle a nadie que estoy vivo, ¿vale?

Entonces sonaba desesperado, dándole órdenes como si ella fuera un cómplice más en su enrevesada situación. Aquello acabó por quebrar la falsa idea que ella había tenido sobre él desde que les abandonó. Yael ya no era su querido y protector hermano, que se pondría por delante del mundo si quisiera herirlas. Ese Yael de su infancia, que le había enseñado a defenderse y ganarse la comida de cada día, había muerto.

Y entre lágrimas, más fácilmente de lo que esperaba, aceptó y puso fin al luto que, seguidamente, despertó su ira.

Su cuerpo se relajó como si estuviera bajo el efecto de una pastilla antidepresiva. Las paredes ya no se movían y había dejado de oír el ruido de la lluvia.

— No, Yael, no voy a mentirles. Eres un fugitivo, un drogadicto y un ladrón. No solo has robado a Kiles, sino a Sentenza, y te está buscando.

— ¡Mierda! ¡Ya lo sé, joder!

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