Capitulo 6

660 64 0
                                    

La última vez que vi a Lucca llevaba unos chinos azul marino, zapatillas Vans y una camiseta gris jaspeado. Era su atuendo favorito. Lo había lavado el día anterior para poder ponérselo.
Era la víspera de nuestro primer aniversario de boda. Había conseguido un encargo por mi cuenta para escribir un artículo sobre un hotel nuevo en el valle de Santa Ynez, al sur de California.
Aunque un viaje de trabajo no es precisamente la forma más romántica de pasar un aniversario, Lucca iba a venir conmigo. Celebraríamos nuestro primer año de matrimonio recorriendo el hotel, tomando notas sobre la comida y haciendo una visita a uno o dos viñedos.
Pero a última hora, un antiguo jefe le pidió a Lucca que fuera con él para un rodaje de cuatro días en las islas Aleutianas.
Y, a diferencia de mí, mi marido nunca había estado en Alaska.

—Quiero ver glaciares —me dijo—. Tú ya los has visto, pero yo no.

Recordé cómo me había sentido al contemplar algo tan blanco que parecía azul, tan grande que hacía que te vieras como una partícula diminuta a su lado, tan tranquilo que olvidabas la amenaza medioambiental que representaba. Entendí por qué quería ir. Pero también supe que, si hubiera sido yo, habría dejado escapar la oportunidad.
En parte porque estaba cansada de viajar. Lucca y yo nos habíamos pasado casi diez años aprovechando cualquier ocasión que se nos presentaba para subirnos a un avión o a un tren. Yo trabajaba en un blog de viajes y también escribía por mi cuenta para otros sitios, haciendo todo lo posible para que me publicaran en medios cada vez más importantes.
Me había vuelto toda una profesional en atravesar puestos de control de seguridad y reclamaciones de equipaje. Tenía tantas millas acumuladas a mi nombre, que podía volar gratis a cualquier parte del mundo que quisiera.

Y con esto no estoy diciendo que viajar no fuera maravilloso o que nuestra vida no fuera increíble. Porque lo era.
Había estado en la Gran Muralla china, subido a una cascada en Costa Rica, probado una pizza en Nápoles, un strudel en Viena y el puré de patatas en Londres. Había visto la Mona Lisa y el Taj Mahal.
Había tenido algunas de mis mejores experiencias en el extranjero.
Pero también había vivido momentos estupendos en casa.
Inventar cenas baratas con Lucca, caminar por la calle por la noche para tomar un helado, levantarnos temprano los sábados por la mañana para ver entrar el sol por la puerta de cristal.
Había basado mi vida en la idea de que quería conocer todos los lugares que fueran extraordinarios, pero me había dado cuenta de que cualquier lugar podía ser extraordinario.
Y estaba empezando a anhelar una oportunidad para echar raíces en algún lado y no tener que apresurarme a subirme a un avión para volar a cualquier otra parte.
Acababa de enterarme de que Vale estaba embarazada de su primer hijo. Ella y Mike se estaban comprando una casa cerca de Acton. Todo apuntaba a que se haría cargo de la librería. La hija de los libreros estaba a punto de alcanzar su máximo potencial.
Pero lo que más me sorprendió fue que tuve la ligera sensación de que su vida quizá no era tan mala.
No se pasaba todo el rato haciendo y deshaciendo maletas. No tenía que comprar un cargador de móvil cada dos por tres porque se le había olvidado a miles de kilómetros de casa.

Le había mencionado todo eso a Lucca.

—¿Alguna vez has querido volver a casa? —le pregunté.
—Ya estamos en casa.
—No, a casa casa. A Acton.

Lucca me miró con cara de sospecha.

—Tienes que ser una impostora. La verdadera María José jamás diría algo así.

Me reí y cambié de tema.
Pero en realidad no había dejado de pensar en ello. Por ejemplo: si Lucca y yo decidíamos tener hijos, ¿seguiríamos estando ¿estaba lista para criar a mis hijos en Los Ángeles?. En el mismo instante en que me hice esas preguntas, empecé a darme cuenta de que mis planes de vida nunca habían ido más allá de los veintitantos. Nunca me había planteado si iba a querer viajar en todo momento, si siempre iba a querer vivir lejos de mis padres.
Y también comencé a sospechar que ese constante ir de un lado a otro en el que Lucca y yo vivíamos, para mí era algo temporal, como algo que sabía que tenía que hacer, pero que se terminaría algún día.
Sí, creo que tenía ganas de echar raíces en algún momento.
Y lo único que me sorprendió más que darme cuenta de ese detalle, fue que jamás me había puesto a pensar en ello.
Por supuesto, el hecho de que estaba bastante segura de que Lucca ni siquiera estaba considerando la idea no ayudó para nada.
Tenía claro que mi marido no pensaba en nada de aquello.
Habíamos construido una vida de aventuras espontáneas. De ver todas las cosas que la gente decía que quería ver algún día.
No podíamos cambiar todo el modus operandi de esa vida de la noche a la mañana.
Así que, aunque quería que pasara de Alaska y se viniera conmigo al sur de California, le dije que se fuera. Además, Lucca tenía razón. Yo había visto un glaciar. Él no.

De modo que, en vez de prepararnos para celebrar nuestro primer aniversario de boda, le estaba llevando al aeropuerto para que pudiera tomar un vuelo a Anchorage.

—Ya celebraremos el aniversario cuando regrese —me dijo—. No voy a escatimar en nada. Velas, vino, flores. Incluso te cantaré alguna canción romántica. Y, por supuesto, mañana te llamo.

Se iba a reunir con el resto de la tripulación en Anchorage y, desde allí, se subirían a un avión privado que los llevaría a la isla de Akun. Después de eso, se pasaría la mayor parte del tiempo rodando tomas aéreas desde un helicóptero.

—No te estreses por eso —le tranquilicé—. Si ves que no puedes llamar, no pasa nada.

—Gracias —me dijo mientras recogía sus maletas y me miraba—. Te quiero más de lo que ha querido nadie a otra persona en la historia de la humanidad. ¿Lo sabes? ¿Sabes que Marco Antonio no quería tanto a Cleopatra como yo te quiero a ti? ¿Sabes que Romeo no estaban tan enamorado de Julieta como yo lo estoy de ti?.

Me reí.

—Yo también te quiero. Más que Liz Taylor a Richard Burton.

Lucca rodeó el coche y se detuvo frente a mi ventana.

—¡Vaya! —Sonrió—. Eso es un montón.

—Exacto. Y ahora, largo de aquí. Tengo cosas que hacer.

Lucca se rio y me dio un beso de despedida. Luego lo vi andar hasta las puertas automáticas y entrar al interior del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.

En ese momento, empezó a sonar mi canción favorita en la radio.
Subí el volumen, me puse a cantar a pleno pulmón y aparté el coche de la acera. Mientras volvía a casa, Lucca me mandó un mensaje.

Te quiero. Te voy a echar de menos.

Debía de habérmelo mandado justo antes de pasar por el control de seguridad del aeropuerto, quizás un poco después. Pero no lo vi hasta una hora más tarde.

Le envié otro.

Y yo te voy a echar de menos cada segundo del día. Besos.

Sabía que no lo vería durante un tiempo, que tal vez no tendría noticias suyas durante unos días.
Me lo imaginé montando en un pequeño avión, aterrizando en la isla, subiéndose a un helicóptero y viendo  un glaciar tan grande que lo dejaría sin aliento.
La mañana de nuestro aniversario, me desperté con dolor de estómago. Fui corriendo al baño y vomité.
No tuve ni idea de por qué. Hasta el día de hoy, no sé si fue porque comí algo que me sentó mal, o porque sentí en los huesos la tragedia que se avecinaba, como le sucede a los perros cuando se viene un huracán.

Lucca no me llamó para felicitarme por nuestro aniversario.

El vuelo comercial llegó sin problema a Anchorage.
El pequeño Cessna aterrizó en la isla de Akun.
Pero el primer día que se subieron al helicóptero no volvieron.
La conclusión más obvia fue que debieron de estrellarse en algún punto del Pacífico Norte.
Las cuatro personas que iban a bordo desaparecieron.

Mi marido, el amor de mi vida…
Se había ido.

The Two Loves Of My Life (Adaptación Caché)Where stories live. Discover now