2. Alicent

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La reina Alicent levantó su mano, impidió que la nodriza arropara a su pequeño Daeron. Se acercó hasta la pequeña cuna de mármol, la nodriza retrocedió y se retiró cuando la reina Alicent tomó a su bebé para vestirlo. Ambos quedaron solos, viéndose mutuamente. El pequeño y frágil Daeron movía sus manitas en el intento de coger su nariz, la reina Alicent le regaló una sonrisa en respuesta.

Ella quería creer que reflejaba amor y ternura con su sonrisa, pero bajo la soledad de su alcoba no tenía la obligación de mentirse. La sonrisa que le dedicaba a su bebé era una vacía, sin emociones -sin felicidad. El palacio la había consumido, los deberes y los constantes sacrificios habían acabado con su propia dicha -con la mujer risueña que alguna vez fue. Se convirtió en una persona vacía que solo ostentaba del título de la reina, era tan infeliz, un extraño para cualquiera de este palacio. Que fueron tantas veces que se tentó en huir, en olvidarse de la carga que su padre dejaba en sus hombros.

Sin embargo, nunca tuvo el valor.

Quiso refugiarse en sus hijos, en esos inocentes niños que dio vida y que poco a poco, su padre los transformaba en sus propias piezas del juego de tronos. Lo triste era que no se lo impidió, la amargura e infelicidad que dominaba a su corazón no le permitía contar con la fuerza para ofrecerles un mejor destino. Se rindió antes de dar lucha, escogió ser prisionera de los deberes del hombre; arrastrando así a sus propios hijos.

Sus lágrimas resbalaron de sus mejillas hasta el rostro de su bebé, el pequeño Daeron la miró en silencio. La reina Alicent besó su frentecita y se disculpó con el último de sus hijos, porque era consciente de que no pelearía por él -que dejaría a este pequeño bebé a la merced de su padre. Le resultaba más sencillo que trazar sus propios caminos, no era la madre que ellos merecían y su padre no podía contradecirle.

No les mostró el cariño o preocupación que necesitaban, era distante con ellos. Estaba cansada y se los hacía saber con su desinterés, sus hijos representaban otro deber -que sinceramente, no quería atender más que asegurarle el trono y la seguridad con la que viene atada. Escogía cegarse como su padre, tratarlos como piezas para ascender a uno de ellos al trono. De ahí que, apenas pueda congeniar con su pequeña Helaeana.

—Quizás, tengas mejor vida lejos de acá... De mí. —Alicent susurró, tras dejar a su bebé en la cuna. La propuesta de su padre de llevarse a Daeron a la ciudad de Ancient resonaba en su cabeza, se lo daría cuando cumpliese su primer año.

La reina Alicent corrió el tul de la cuna de su hijo, escuchó los toques a su puerto y se apuró en limpiar sus lágrimas. Dio permiso de entrar a su caballero, al único que podía considerar como su fiel sirviente -siempre que el rencor hacia Rhaenyra se mantenga en su corazón. Lo que debiese reconocer como un gran precio, porque también la consumía.

Odiar y recelar a la mujer con la que crecía, con la que compartió sus primeras ilusiones y miedos, con la que tuvo una historia y semejante al de dos hermanos, no era tan simple como ser Criston Cole aludía.

Rhaenyra solo se burló de ella, y con sus engaños, la dejó desamparado. Pues destituir a su padre como Mano del Rey no le costó posición o poder, sino su inocencia.

—Mi reina, vine a informarle que la princesa Rhaenyra ha tenido a su segundo hijo. —Ser Cole avisó con desgano, la reina Alicent asintió y llamó a su nodriza. Dejó a Daeron a cargo de ella para retirarse.

En camino a los pasillos, las manos inquietas de la reina Alicent se lastimaban. La carne que rodeaba las uñas estaba expuesta, sus doncellas se ofrecieron a untar esos desgarros con cremas de los maestres. A lo que se negó, extrañamente el dolor físico era lo que le distraía de sus propios pensamientos, de las voces que le dictaba sus próximas órdenes -como verificar si el segundo hijo de la princesa era un auténtico Targaryen.

LEGÍTIMO DERECHO [LUCEMOND]Where stories live. Discover now