34. Lucerys

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—Debo volver, buscar a Jacaerys. —El príncipe Lucerys susurró vagamente, recordándose que la mirada preocupada de Addam de Cascos sería lo primero en recibirlo. No le gustaba imaginársela, tampoco ser uno de los responsables de causarla. Pero era incapaz de moverse, de querer regresar a Red Keep. Temía que sus pasajes secretos desaten el recuerdo de todas las veces que él corría con bolsitas de moras en la mano o con su dragoncito de lana hasta la habitación de Aemond, solo para ser el primero que lo saludara -ser el primero que fuese a ver en el día.

Su corazón no lo soportaría, seguía vulnerable y ciertamente asustado. Pues se devolvió a la capital creyendo que había terminado su historia con el platinado, que ese amor se había borrado con el pasar de los años y que, saberse un extraño para Aemond bastaría para librarse de las pesadas cadenas del pasado. Fue un tonto, ahora podía jurar que el dolor latía con más fuerza.

"¿Por qué, dioses antiguos? ¿Por qué vuelven abrir esta herida? ¿Por qué tuvieron que escogernos para sufrirla?", el omega los maldecía por su crueldad, por permitir que dos niños inocentes que se amaban tanto terminen convirtiéndose en dos adultos con el alma rota por haber perdido al otro. No había gracia ni sabiduría en ese obrar, solo una dura agonía. "¿Acaso su amor inocente les había causado envidia? De ser así, ¿cómo podían jactarse de benevolentes o dignos de adoración? Si arremetieron brutalmente contra dos niños, les quitaron la felicidad para cambiarla por la amargura. Ellos obligaron a uno a endurecer su corazón, a abandonar toda seguridad por la insufrible desconfianza y miedo a la traición".

"Monstruos", los acusó. Su mente se nublaba por el enojo, los dioses antiguos habían sido despiadados con Aemond -con ese pequeño niño de cabellera platinada que había encontrado un hogar; amor y calidez. Le quitaron no solo su cariño, sino el de su madre. Jamás se los perdonaría; tanta infamia en esas deidades y en los hombres que cumplieron sus deseos, no podía ser olvidada.

La reina Alicent debía duplicar sus oraciones por su alma, pues en esta noche se tomaba por el más agnóstico.

El príncipe Lucerys suspiró con pesadez, cerró sus ojos y dejó que el viento golpeara su rostro mientras que el aroma salado del mar calmaba a su destrozado lobo. —Debo volver.

—Debes hacerlo. —El segundo hijo varón de la reina le dio la razón, los ojos verdes del omega se encontraron de cerca con el rostro del platinado. Aemond estaba frente suyo, limpiando sus lágrimas y olvidándose de las suyas. Que el omega no dudó en imitarlo, en acariciar delicadamente sus mejillas y deteniendo sus dedos en la enorme cicatriz que yacía en ella.

Sus dedos vacilaron, la mirada violeta de Aemond tembló ante su roce. No quería excederse, pero su corazón gritaba que le acariciara como si su simple toque pudiera aliviar ese inmenso dolor que sufrió.

El príncipe Aemond lo entendió. —Hazlo, Lucerys. Solo tú puedes tocarla.

El omega obedeció; con suavidad trazó la enorme cicatriz, odiando nuevamente a los dioses. "¿Qué culpa tenía ese niño que apenas aceptaba amar y ser amado? ¿Por qué no protegerlo de la ambición del hombre?", su corazón sollozaba por ese Aemond que tanto amó, que no pudo cuidar por haber caído inconsciente en ese ataque. Tal vez, de haber sido más fuerte, los dioses no lo habrían marcado tan cruelmente.

Tal vez, tal vez.

Él no era un hombre de los hubiera; sin embargo, se encontraba recriminándose junto a los dioses por esos mismos hubiera que nunca fueron.

Se sentía culpable, herido y desorientado. Que no pudo hacer más que envolver al príncipe Aemond en otro abrazo, no tenía palabras para él. Su sufrimiento se imponía como una muralla que desconocía cómo derribar o traspasar, tampoco si deseaba hacerlo. El miedo lo perseguía, no era más ese chiquillo dispuesto amar ciega e inocentemente. También fue víctima de los dioses y de sus hombres, sus hermosas alas fueron cortadas y reemplazadas por unas de hierro. El cargarlas pesaba tanto al punto de hundirlo en la inmensidad del mar, que fueron incontables las veces de su rendición. No podía quererlas, porque eran el perfecto recordatorio de lo que su amor inocente se transformó ante el supuesto desprecio.

LEGÍTIMO DERECHO [LUCEMOND]Where stories live. Discover now