15. Aemond

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Su abuelo Otto los había llamado, buscaba asegurarse de que sus nietos hayan recibido una educación basta. Se dedicó a interrogar a los tres hijos del rey Viserys I sobre ciencias y letras, a corregirlos sobre sus críticas respecto a los dilemas filosóficos que les planteaban y a tratar de sembrar la intriga en sus corazones cuando daba reseñas sobre la línea de sucesión de la casa Targaryen. No dejaba que el maestre Marel interfiriera, incluso lo llegó a despedir por desconfianza.

Sin embargo, las verdaderas intenciones de Otto Hightower por presidir las lecciones de los príncipes terminaron truncas. Los tres hermanos Targaryen eran realmente ajenos a ese rencor que el mayor esperaba encontrarse, no tenían avivado esa llama por desear el trono para ellos o por perdurar sus nombres en la historia. No había ambición o envidia, ni siquiera la amargura de ser los segundones y hasta los olvidados por el rey Viserys I. Aegon, Aemond y Daeron se lucían ante él conformes con su presente, con el dichoso amor que recibían de la princesa Rhaenyra y de sus hijos. Lo que le desagradó tremendamente al mayor de Los Hightower, no entendía en qué momento los príncipes se escaparon de su poder -si supuestamente tenía a la reina Alicent bajo sus hilos.

Otto Hightower se frustró, llevaba horas con sus nietos y estos solo le daban la razón respecto a datos históricos de Poniente -no sobre sus dilemas filosóficos. Aegon ni Aemond le permitían al mayor adjudicarse con una verdad absoluta, le refutaban cada insinuación y evitaban que el travieso Daeron pudiera ser envuelto con sus artimañas. Eso caló en su orgullo, los príncipes no eran tontos; iba a ser un real desafío devolverlos a su bando.

Especialmente, si era amor los que le mantenían al lado de Rhaenyra y sus hijos.

Porque el príncipe Aemond no dejaba de sonreír bobamente por el recuerdo de los anteriores días, esos en los que siempre le mostraba a un pequeño Lucerys llegando a su habitación con un diferente abrigo y una taza de chocolate caliente, o de leche tibia. Ya no le traía las insufribles moras o alguna fruta fresca, apenas podía cargar a su dragoncito de lana -ese que usualmente lo colocaba en el medio de ambos para obligarlo a abrazar e impregnarlo de su aroma. Su pecho se inflaba de orgullo al notar cómo Lucerys se aferraba a su dragoncito, acababa dormido por la calma en su voz y sus relatos.

Aemond bajó la cabeza, notó que los garabatos que trazaba se convirtieron en un dibujo -en uno que evidenciaba lo hermoso de sus mañanas, tenía a Lucerys acurrucado en esa hoja de papel. Sus mejillas se sonrojaron, dobló su dibujo en dos y lo cubrió con uno de sus libros. No quería que su abuelo se enterara de la visitas de Lucerys, ni que le quitara el dibujo que hizo. Porque a pesar de ser solo un boceto, intuía que Lucerys lo adoraría -él siempre amaba cada detalle que le daba, no le importaba si eran regalos lujosos o simples, o solo gestos. A Lucerys le bastaba que fueran de Aemond para recibirlos con mucho emoción, para llenar su rostro de besitos inocentes.

Aemond suspiró, se sonrojó hasta las orejas de imaginarse a un pequeño Lucerys desviviéndose por correr hacia él y también por presumirle que era el mejor. Aún le costaba reconocerlo, pero a su corazón no -realmente, se sentía especial y hasta mágico al lado de Lucerys. Que no se percató que volvió a suspirar y a tener esa sonrisa boba, Aegon se giró hacia él y le hizo ojitos. Las largas pestañas de su hermano se movían de arriba hacia abajo, se delató por sí solo y trató de recuperar su indiferencia para evadirlo.

—Si escucho de los guardias o sirvientes que estuve suspirando y sonriendo como un tonto, juro que me desharé de tu cabellera. —Aemond amenazó rendido, iba a ser en vano. Su hermano Aegon sabía más de lo que quisiera, porque ambos estaban en la misma posición.

— ¡Tranquilo, fiera! —Aegon alzó sus manos, Daeron confundido miró a sus hermanos. —. O te acusaré con Lucerys.

—Y yo con Jacaerys. —Contraatacó, los dos tenían a sus respectivos hermanos Velaryon -a esos que eran usados por el otro para intimidarse. Ninguno llegaba a cumplir su advertencia de quejarse, eran conscientes de que los hijos de Rhaenyra detestaban que se molestaran y no querían lidiar con sus enojos.

LEGÍTIMO DERECHO [LUCEMOND]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora