27. Aemond

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Las enormes alas de Vhagar se extendieron sobre los escombros de los Peldaños de Piedra, el príncipe Aemond pisó la tierra humeante de la isla en la que el orgulloso Lord Corlys fue cautivo por los hijos de la Arpía. Las embarcaciones de la Triarquía solo era un vago recuerdo, su ostentosidad terminó convirtiéndose en basura que el mar debía tragarse. Mientras que, la fortaleza que construyeron se redujo a pilas de madera que las aves carroñeras rondaban ansiosas por encontrar extremidades mutiladas de los caídos. Era lúgubre, no le intimidaba pavonearse en los lares que cayeron miles ni le preocupaba que fácilmente se oyeran esos gritos de horror a la muerte.

Porque a donde quiera que fuese, se topaba con la guerra, dolor y muerte.

El instinto insatisfecho del príncipe Aemond buscó consuelo en la tragedia de otros, en ser el que dictase la sentencia y el que la ejecutase con su espada. Era placentero, un apetito insaciable por la sangre. Con cada campaña ganada, crecía su necesidad por dos o tres enfrentamientos más. De ahí que, estuviera en estas ruinas. La reciente campaña que usó para librarse de las hipocresías de Red Keep fue culminada a su favor, los vasallos traidores de ser Jon Roxton no tuvieron oportunidad de vestir el negro en el muro. Sus cabezas fueron arrancadas de sus cuerpos para ser clavadas a las afueras de esa ciudadela, un recuerdo que esperaba hallar en Peldaños de Piedra.

Sin embargo, al príncipe Aemond le resultó extraño no dar con esa habitual soberbia de los vencedores retratada en la crueldad que se usa sobre los cadáveres de los caídos -esto para advertir a los futuros osados del final que les aguarda. No había rastro alguno de esa amenaza, Peldaños de Piedra era un cementerio de almas, no de cuerpos. Ni sus sombras de los cadáveres de los hijos de la Arpía o de los soldados Velaryon que murieron en batalla. Esta no era la belleza de la guerra que él acostumbraba a admirar, no estaba la barbarie con la que los hombres victoriosos se glorifican como semejantes a los dioses.

La última guerra que se desató en Peldaños de Piedra se revestía con otro encanto, uno que parecía tener un solo nombre. El príncipe Aemond suspiró profundamente, sus manos cubiertas por los guantes de cuero tocaron la tierra humeante sobre sus pies. Descubrió que eran las cenizas de esos cuerpos lo que pisaba, no tropezaría con algún cadáver a su regreso ni con las barbaridades que él usualmente aplicaba a sus víctimas. Porque el fuego de dragón no solo les concedió un digno descanso eterno a los caídos del bando Velaryon, sino en conjunto a los hijos de la Arpía. Los rumores fueron ciertos, el príncipe Lucerys lideró la campaña de rescate de Lord Corlys.

Porque solo Lucerys podía ser honorable con los hombres que atentaron contra su propia sangre.

"Lucerys".

El recelo se reflejó en ese ojo violeta, el príncipe Aemond se burló de las cenizas que pisaba. Los hombres que acabaron siendo polvo tuvieron una mayor fortuna que él, esos miserables pudieron conocer y ser parte de la nueva etapa en la vida del príncipe Lucerys. A lo que él amargamente no tendría oportunidad, fue hace quince años que se convirtió en un extraño para el segundo hijo de la heredera al trono. Su lobo aulló colérico contra él, aún no le perdonaba que haya soltado la mano del príncipe Lucerys.

No le culpaba, el alfa tampoco se perdonaba. Se había privado de crecer a su lado, de atestiguar cómo el pequeño Lucerys dejaba la dulzura de su niñez para convertirse en la personificación de esos relatos que los piratas se compartían para abandonar el miedo al imponente mar. Porque contemplando los escombros de los Peldaños de Piedra, el príncipe Aemond no dudaba que Lucerys haya sido la musa de los soldados Velaryon para regresar al mar, para entregar sus vidas a la guerra. No podría existir otra explicación para el triunfo de la casa Velaryon, su príncipe Lucerys avivó la llama en sus corazones.

Que Aemond se enfrentó a una lucha interna, el orgullo que sentía por la hazaña del segundo hijo de la heredera al trono era proporcional al disgusto de su lobo por saber del riesgo que corrió. Ambos pesares coincidían en la frustración de no haber podido admirar esa honorabilidad y fiereza que perseguía al futuro señor de las mareas, de no haber estado a su lado para luchar y vencer juntos -como tanto se prometieron.

LEGÍTIMO DERECHO [LUCEMOND]Where stories live. Discover now