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La estela de dolor que marcaba la silueta de Jungkook, quien se alejaba en la peatonal sin mirar atrás, dejaba rastros de culpa en el revuelto y batido corazón de Jimin. Se sintió mareado ante la idea de que la propuesta de mantener distancia entre ellos no había sido muy sensata. Temió que los pasos decididos del diseñador fueran una sentencia a muerte, consecuencia de sus actos. Antes de que siquiera pudiera darse cuenta, estaba arrepentido y —de seguro— era demasiado tarde.
Dejó salir un suspiro pesado en cuanto las firmes y sensibles palabras de Jungkook resonaron en sus oídos como un eco: lo había llevado a su límite. No le dijo que volviera a pensarlo, no le pidió que se quedara —como antes—, solo le exigió que lo dejara solo; Jimin entendió que eso no era nada bueno.

Bajó la mirada hacia los afiches que tenía entre las manos. El rostro de Jungkook en la ilustración se veía alegre, captaba su dulce esencia. Se veía más joven, también. Se le ocurrió que Hana Lee se había basado en alguna foto vieja para el diseño. Con sutileza, acarició la imagen utilizando el costado de su dedo índice. Era como si aquellos ojos dibujados le estuvieran hablando; pero no decían palabras, sino recuerdos. No pensó en la primera vez que lo vio, sino en la segunda: nunca imaginó que lo volvería a ver después de aquel primer día... pero allí estaba él, esperándolo, y cuando sus miradas se volvieron a encontrar —de aquella forma tan torpe por parte del diseñador— descubrió el resplandor especial y encantador de sus pupilas.

Creció en él el deseo de correr detrás de Jungkook y decirle que se retractaba, que se olvidara de sus palabras y que volvieran a empezar, que sería más cuidadoso con él y que no quería perderlo.
Volvió a levantar la mirada: lo había perdido de vista. 

En ese preciso momento, escuchó la campanilla de una bicicleta que se acercaba a él a gran velocidad. Reaccionó y se hizo a un lado para evitar la ráfaga del ciclista, dejando escapar a un par de afiches. Giró sobre sus talones para seguir a uno de ellos con la mirada, planeaba con gracia y sin rumbo. Una mueca entristecida se formó en sus labios al ver a Jungkook —ficticio— alejarse otra vez.

Sentía una melancolía inusual, como si tuviera el corazón roto —aunque nunca hubiera experimentado tal cosa—. Quería gritar de la roña, le daba rabia estar sintiendo cosas contradictorias. A él le había gustado Margaret, quería conocerla mejor y tal vez invitarla a salir, pero no podía negar que con Jungkook había experimentado el deseo de la carne brotando por sus poros. Para él, Margaret era un hermoso cardenal que lo había maravillado con sus rojizos filamentos... Jungkook era un halcón que lo desorientaba con la velocidad de su vuelo en el asecho. En sus veintiún años de vida, jamás había estado en una encrucijada tan confusa.
Y se sentía tonto, un completo estúpido que no podía gestionar sus emociones.
Y se sentía aterrado, un cobarde que no podía enfrentarse a la realidad.

Necesitaba hablar con alguien, necesitaba soltarlo todo y que no fuera solo el viento el que lo escuchara. Tenía que ser una persona ajena a la situación pero que lo conociera, una persona a la que podría confiarle sus pensamientos más embarazosos y comprometedores. Le hacía falta un consejo sabio, que le quitaran la venda de los ojos y le permitan ver aquellas cosas que había estado ignorando. Le urgía resolver los conflictos entre su emocionalidad y su racionalidad; de otra forma, no podría vivir en paz.

Observó hacia donde se dirigían las puntas de sus pies: estaba cerca del orfanato. Fue como si escuchara una voz divina que le indicaba que ese era el camino correcto, como si hubiese tenido la epifanía que tanto esperaba.

Convencido, caminó hasta el final de la peatonal.
Justo cuando iba a cruzar la calle, el semáforo se puso en verde en forma de confirmación. Entendió que no era solo idea suya, que posiblemente alguien pensara diferente que él... que sus conflictos vivían en su conciencia como algo que había aprendido, sin saber de dónde.
Entonces siguió caminando, sin cuestionarlo. 
Cruzó la esquina y se perdió en la fachada de aquel edificio tan moderno, como siempre.
De pronto, un gato negro y esbelto hizo acto de presencia en su andar: era Pipi, con su expresión corporal inconfundible, que le hizo compañía en su camino hacia lo que él consideraba como su perdición —porque no tenía nada que perder, ni nada que ganar (o eso pensaba)—. Se agachó y acarició su lomo. El gato, feliz de verlo, enarcó su columna para que sus caricias fueran más satisfactorias. Jimin sonrió en respuesta, notando todo lo que lo había extrañado.
Dobló la esquina sin detener su andar, ahora en compañía. 
Las casas que lo rodeaban eran mucho más cotidianas, nada de excentricidades ni lujos, solo gente viviendo sus vidas como podían.
Y cuando pudo ver el paisaje, sin contaminación de arquitectura urbana, se sintió en casa.
Se despidió de Pipi, el gato, que nunca entraba en el predio. 

Inspírame 🧵 [JiKookMin]Onde histórias criam vida. Descubra agora