Las Almas Gemelas nunca mueren (1/1)

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De príncipes y doncellas

- Chumi am (¿Qué pasa?) -dijo el niño, mirando hacia arriba, oculto entre el pelaje de su perro negro, el cabello largo cayendo delante de sus ojos.

Martín frunce el ceño un poco y contesta:

- Antonio dijo que los niños no utilizan un lenguaje vulgar como ese –él niega con el dedo, imitando el acento de su tutor al corregirlo- ¡Pero no voy a decirle nada!

Manuel, que sin notarlo respondió en mapudungun y parecía que estaba a punto de llorar por la amonestación de Martín, terminó por sonreír débilmente al pequeño frente a él.

- De todas formas –dice Martín, con toda la seriedad de alguien que está a punto de hacer una observación profunda- ¿Recordáis cuando te salvé de la gallina que corrió a picarte? –Manuel asintió con la cabeza- Sí, eso me hace tu príncipe.

- De acuerdo –Manuel dijo lentamente.

- Y, de acuerdo a los cuentos que nos lee Antonio, los príncipes salvan a las damiselas en apuros.

Manuel tiene una idea bastante deforme de lo que viene a continuación.

- ¡Y luego se casan y cabalgan juntos hacia el horizonte en un caballo blanco!

Martín se ve muy emocionado.

Manuel está con el ceño fruncido, los ojos entrecerrados y en un silencio denso que permite al otro niño seguir con su tren descarrilado de pensamientos.

- ¡Así que vos sois la chica y ahora nos tenemos que casar! –El pequeño rubiecito está temblando de emoción, con los ojos verdes brillantes- Y luego vamos a cabalgar sobre mi vaca porque no tenemos un caballo ¡y las vacas son geniales!

En ese momento, Martín se arrodilla ante Manuel y le agarra las manos al muchacho, excitado:

- ¡Ah, y el príncipe al llegar siempre besa a la doncella!

Anonadado y molesto, Manuel mira al otro niño inclinarse sobre él con exagerado dramatismo; están tan cerca que puede oler el aroma vago a tierra por los juegos mañaneros en el jardín, y es angustioso, incómodo, ¿cuándo ha dado la autorización para que él se acerque e intente algo que no debería? Frunce los labios, arruga la nariz y su primera acción casi insospechada es golpear el rostro blanco del niño en busca de la desesperada separación y se va, su sangre llena del orgullo indígena que aún seguía presente en sus tierras.

Después del golpe del chiquillo normalmente callado y silencioso, que le negó un beso y dejó una marca rojiza en su mejilla, Martín se lamenta entre lágrimas y quejidos: ¡Antonio! Y Antonio está a punto de sentarse a comer una paella, cuando oye la llamada de su colonia; debe dejar los cubiertos sobre la mesa, ponerse de pie y dirigirse hasta el salón principal, acariciando distraídamente el cabello largo de Manuel cuando lo ve caminar colérico a su habitación, pensando en que es hora que ese pequeño detalle araucano se borre para siempre de la vida de Capitanía.

- ¿Martín? ¿Qué te pasa, pequeño? –Susurra suavemente, poniéndose en cuclillas al lado del otro. Los aguados ojos verdes manchan de inmediato la camisa roja del español, las babas también, y lo único que Antonio oye es algo acerca de los príncipes y las doncellas y Manuel y los caballos, y él no me quiere.

Para saber mejor, aleja al niño de su abrazo y retiene una mueca de asco y molestia cuando Martín limpia su nariz sin pudor en su hombro e invita al rubio a que le cuente qué ha ocurrido de todos modos.

- Manuel no me quiere –Se queja, cerrando los ojos todavía húmedos en lágrimas.

- No seáis necio, Martín –Antonio contesta amablemente- Manuel te adora. ¿Qué te hace pensar de otra manera?

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