Capítulo Treinta: Min Månen

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Noah

Abrí la puerta del baño de mi habitación y dejé mis cosas acomodadas en él mientras estaba preparándome para bañarme.
Estaba muy molesto todavía, sin embargo, también entendía a Mara. No importaba lo que hiciera, yo iba a tener que luchar siempre por borrar un recuerdo que quizá nunca se iría.

Entendía que aún no confiara en mí, sin embargo, yo también había hecho de todo para que ella me creyera. Le daba su espacio, trataba de no ser tan posesivo e incluso había calmado a mis instintos de poseerla, pues quería que ella me lo pidiera. Deseaba hacer las cosas de la manera correcta y eso implicaba que antes de tocarla siquiera, ella me lo pidiera, me deseara.

Y tal vez ni eso era suficiente.

Guardé el anillo de mi madre al fondo de la maleta y me apresuré a meterme al baño para darme una ducha relajante y larga. Quería dormir pues estaba exhausto, sin embargo, al no poder conciliar el sueño con facilidad, tomé la idea de asearme primero.

Y así lo hice.

Mientras el agua me limpiaba sentí como el corazón me latía de manera tranquila, lejos del caos que en mi cabeza sentía que me acorralaba.
Sabía que Mara era una gran mujer, la mejor que había conocido, pero también sabía que yo la había lastimado antes. Que lo hice de una manera en la que quizá jamás lo entendería porque ella nunca me lastimó así. Yo lastimé su corazón y lo sabía, pero de verdad estaba intentando enmendar mi error.

Yo no quería perderla.

(...)

Salí de mi habitación en el medio de la madrugada.
De hecho, ya había perdido la cuenta de las horas que llevaba viendo a Mara dormir. Ella estaba en su cama descansando y sabía que no se había percatado de mi estadía. Estaba tan tranquila que no podía creer que alguna la vez la había visto así.

Jamás la había visto dormir, es más, creo que pocas veces la había visto tan relajada como para hacerlo. Siempre que la veía siendo ella misma, llevaba su corona y se paseaba por el palacio con grandes vestidos, era un milagro que no cayera exhausta, pero ella es así. Fuerte.
Jamás la había visto flaquear aunque el panorama no fuera el mejor. Está tan llena de vida que me parecía por completo otro ser, distaba de ser fría o de parecerlo siquiera, en cambio yo, a veces sentía que no era lo que ella merecía.

Daba mi máximo esfuerzo por estar a su lado. Por estar a su altura.

Ella siempre se mostraba ante mí como toda una reina y a veces me asustaba no estar a su altura. No ser quien ella merecía de verdad a su lado. Me tomaba de la mano y sentía que mi mundo se acompletaba, sin embargo, yo deseaba saber que para ella es igual. Que yo complemento el suyo.
Era indescriptible la manera en la que mi alma se sentía cuando ella me miraba, sentía que al ver sus ojos azules veía el cielo más claro de primavera y que ella me lo regalaba solo a mí. Me sentía tan especial al verme en su reflejo.

No quería perderme de tan bello cielo.

La miré girar en la cama, aún dormida, y tuve que salir de ahí. No quería que me viera en su habitación como si fuese un maldito acosador o un psicópata que la vigilaba cuando ella no miraba.
Bajé las escaleras siendo cauto de no hacer ruido alguno y me metí a la cocina.

Tenía tanta hambre que había olvidado de verdad que tenía sueño también. Creo que para mí era peor estar hambriento a tener que dormir pocas horas.
Abrí la maleta que me dio mi madre y coloqué la comida en el sartén, prendí el fuego y comencé a calentarla. Pocas veces me daba el lujo de cocinar, pues había salido igual a mi madre y no lo hacía del todo bien cuando estaba sólo. Siempre tenía que tener la ayuda de mi padre o de Bastian. Los mejores cocineros en casa.

El Ascenso De Un Alfa ©Where stories live. Discover now