CAPITULO 8

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Andrew.

Ahora a la luz del día, cada uno de los sus rasgos, manías y expresiones eran iguales a los de mi madre.

No lo creía algo bueno.

Nos miraba a mi y a Manuel de una manera demasiado confusa, parecía que había que repetirle una y otra vez que no le haríamos daño.

—Reyes,—llamó mi atención, quitando por segundos la vista de ella—: Vamos a la cocina un momento, —buscó mis ojos—: Es importante.

Me levanté apenas dijo lo último, la dejamos en su sitio. No fue mucho lo que tuvimos que decir o hacer ya que tampoco hizo ademán de venir con nosotros.

Manuel se aseguró de que ella no nos oyera, cerrando las pequeñas puertas corredizas que daban vista a la sala.

Juntó sus manos mientras caminaba de un lado a otro.

—No se por dónde iniciar—comenzó pasando sus manos por su cabello—: Esa "niña",—hizo comillas con sus dedos—: A pasado por abuso y por lo que se ve, desde hace bastante tiempo.

No dijo nada que yo no supiera, pero por más que lo hubiera pensado en cuanto la vi en el ascensor, es muy diferente a qué alguien que sabe del tema te lo diga de una forma tan cruda.

Tenía en mis manos, en mi piso, en mi sala a una pequeña criatura que había ido a parar a las manos de personas equivocadas.

—¿Trae la misma ropa con la que la encontraste?

Asentí.

—La necesito, capaz y si la llevo al laboratorio tenga algún residuo de dónde estuvo—aseguró más hablando para él que para mí.

—¿Qué más?—quise saber.

No obtuve respuesta, simplemente salió de la cocina y se dirigió hasta la sala para sentarse en el mismo sitio de antes.

Frente a ella.

Sin embargo yo me quedé de pie, de brazos cruzados a un lado de él. Ella había estado con la mirada en lo que podría definir en todo y nada. Así estaba anoche, hasta que le llamó la atención aquel viejo piano de mi abuelo.

Jugaba con sus dedos de forma inconsciente, no parecía que había tomado una baño cuando le dije por lo que gracias a la luz del día, cada mancha a rasguño resaltaba más.

Rogaba a Dios porque ninguno requiera atención médica.

—¿Cuántos años tienes?—preguntó mi amigo.

No dijo palabra.

—¿No sabes?—murmuró—: Bien, ¿Cuántos años tenías cuando pasó?

Ella bajó la vista a sus manos y levanto siete dedos.

Sentí como mi estómago se cerraba.

—Ahora,—prosiguió Manuel, lo conocía. Sabía que ahora estaba justo como yo—: ¿Cuántos años tienes?

Volvió a mirar sus manos.

—A estos deditos,—comenzó diciendo con todavía los siete dedos en alto—: Se le suman estos deditos—terminó y ahora sus diez dedos estaban extendidos.

Quería vomitar.

Miré hacia Manuel y él tenía los codos apoyados en sus rodillas, mientras que con sus manos se sostenía la cabeza.

—Annie, ¿Cómo sabes que tienes esa edad?

La miré ahora a ella, su boca se abrió levemente y apretó la tela de aquel vestido blanco que apenas le cubría. 

—C-cada cierto tiempo me dejaban en el un jardín... por horas—Manuel se enderezó de brazos cruzados al verla, estaba tartamudeando—: No hacia nada, sólo estaba ahí—alzó los hombros—: y solo esos días lo único que me sostenía era una cadena al tobillo.

Se levantó, se acercó a nosotros y  como si fuera de forma automática se volteo extendiendo su tobillo izquierdo hacia atrás.

No quise mirar.

Pero me obligué al sentir el golpe de mi compañero en la rodilla.

Una sombra rojiza bastante escandalosa iba de su tobillo hasta apenas cuatro dedos más arriba del mismo.

Manuel se acercó levemente, sin intensión de asustarla.

—¿Que relación mantiene con tu edad?

—Cada vez que salía las contaba.

Annie sin decir nada más volvió a su puesto, podría jurar que sus facciones estaban contraídas.

Una sensación de lastima me rodeo todo el cuerpo.

En 10 años, sólo salió 10 veces.

Una por cumpleaños.

ANNIE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora