𝗖𝗔𝗣. 𝗗𝗢𝗦

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Loren Philips

Abrí los ojos lentamente, sintiendo el peso del dolor antes de que las lágrimas comenzaran a deslizarse por mis mejillas. Cada vez que peleaba con Adrián, los recuerdos del día que perdí a nuestro bebé me acosaban en sueños. Ya habían pasado dos años, pero el dolor seguía tan afilado como entonces.

Toqué mi vientre vacío y ahogué un sollozo. El sueño de ser madre murió junto con la noticia de mi esterilidad. Sin embargo, no podía dejar de pensar que si mi bebé hubiera nacido, no me sentiría tan sola. El trato de Adrián no me afectaría tanto si tuviera alguien a quien amar.

Me giré y abracé la almohada, buscando consuelo en su suavidad. Había reflexionado mucho sobre esto, pero aún no tenía el valor de hablarlo con él. Adrián había dejado claro que no quería hijos, pero quería creer que su opinión había cambiado. Soñaba con que aceptara la idea de adoptar. Ese bebé no sería mío biológicamente, pero lo amaría con todo mi ser. Sería un alivio para mi alma herida.

Pero para darle a un niño la estabilidad emocional que necesitaba, primero debía arreglar mi situación. Pasé gran parte de la noche pensando en cómo reconciliarme con Adrián. Sabía que necesitábamos ayuda, pero también sabía que él no aceptaría ir a terapia de pareja; ya lo había dejado claro.

Suspiré profundamente cuando la alarma de mi celular me devolvió a la realidad. Eran las siete de la mañana, la hora habitual para despertar, pero hoy no quería levantarme. Estaba exhausta, tanto física como emocionalmente. Era mi único día libre de la semana y anhelaba disfrutarlo durmiendo.

A lo lejos, el teléfono de Adrián comenzó a sonar. Traté de ignorarlo, pero el sonido se volvió insoportable. Resignada a no recuperar las horas de sueño perdidas, froté mis ojos para ver mejor en la penumbra. No recordaba dónde había dejado mis anteojos.

«¿No escucha su teléfono?».

—¡Adrián, contesta la bendita llamada, ahora! —grité desde el fondo de mi almohada, cubriéndome la cabeza.

El tono persistente seguía sonando. Lo odiaba; la melodía era como un taladro en mis oídos.

Pataleé frustrada sobre la cama y, sin estar dispuesta a soportar más, me levanté y me dirigí hacia nuestra habitación.

—¡Adrián!

Llamé a la puerta un par de veces, pero el teléfono seguía sonando sin respuesta. Miré el reloj y pensé que tal vez había olvidado su celular.

Pero Adrián siempre era muy cuidadoso con su teléfono, así que decidí seguir insistiendo.

—Si esto es una broma, juro que no te volveré a hablar —advertí, pero no hubo respuesta—. Voy a entrar —anuncié, girando la manija con delicadeza.

Abrí la puerta y el olor a alcohol me golpeó como una bofetada. Había estado bebiendo toda la noche. La habitación estaba desordenada, con botellas rotas en el suelo, y Adrián yacía en la cama, ajeno a todo.

Mi corazón se rompió al verlo así. Él, perdido en su propia miseria, mientras yo luchaba por mantenernos a flote. La desesperación se enredaba con el amor que aún sentía por él, formando un nudo en mi pecho que apenas podía soportar. Me acerqué lentamente, cada paso era una mezcla de esperanza y temor, y toqué su hombro con suavidad, deseando con todas mis fuerzas que, de alguna manera, pudiéramos encontrar una salida juntos.

—Adrián —llamé, acercándome a la cama, con cuidado de no pisar ningún cristal—. Es tarde, debes contestar el teléfono, quiero seguir durmiendo y tu tono de llamada no me deja.

RESPUESTAS SIN SALIDA [NUEVA VERSIÓN]Where stories live. Discover now