𝗖𝗔𝗣. 𝗢𝗖𝗛𝗢

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Loren Philips


El amigo de Madison seguía conduciendo muy acelerado, mientras yo solo me encerraba cada vez más en mis pensamientos. Tenía mucho tiempo sin ser feliz y no sabía si podría serlo de nuevo. Y no exactamente por los errores que había cometido Adrián, sino por los míos: había dejado de lado todo lo que me motivaba; ya no era lo que amaba de mí, ni siquiera una gran o mínima parte.

«A este paso tendré que pedir internamiento psiquiátrico», aunque sonara como algo absurdo.

Mis crisis empeoraban cada día más y el tratamiento farmacológico no funcionaba de nuevo. No era algo que pudiera controlar, pero ya no sabía qué camino tomar para salvarme. Quería salvarme, necesitaba salvarme.

Los latidos de mi corazón los podía sentir retumbantes en mi garganta, como una bomba de tiempo a punto de estallar y terminar con mi vida en unos segundos.

Mis manos temblorosas y sudorosas me advertían sobre el inicio de un nuevo ataque de ansiedad; esa sensación de descontrol me hacía temer aún más todo lo que vendría después.

Intentaba limpiar cada rastro de lágrimas que había en mis mejillas, pero mi llanto no cesaba y eso se notaba incluso a la distancia.

—Tranquila, Loren —dijo Mad, mirándome a los ojos —. Te pondré un tranquilizante cuando lleguemos a casa.

Asentí cabizbaja para que no viera mis abundantes lágrimas, mientras ella acariciaba mi mano para consolarme un poco.

Me recosté en los asientos traseros del automóvil para reflexionar sobre las decisiones que estaba tomando y que cambiarían mi vida y ya se pasó al asiento copiloto de la camioneta. Sabía que, si seguía así, tendría que volver a evaluar mi estado mental y no quería más fármacos en mi sistema.

—Ese tipo está loco, traía un arma —comentó su amigo.

—¿Un arma? ¿En qué momento? —cuestionó Mad.

—Lo vi, justo cuando ella salió, él le apuntó —respondió él.

Sus voces eran simples murmullos, pero aún así podía escucharlos perfectamente y ellos pensaban que no. A este punto, ya no me asombraba que Adrián trajera un arma; podía esperar cualquier cosa de él.

—Él no era así, al menos no conmigo —hablé, dejándoles saber que los escuchaba.

Al oírme, ambos se quedaron callados; la tensión dentro del automóvil era palpable y la incomodidad se sumaba al silencio.

—Hablaremos en casa, mamá debe estarnos esperando. —dijo Mad.

Era reconfortante que me reconociera como parte de su familia, aunque en el fondo sabía que no lo era. Me sentía una malagradecida con Mariana, quien me había abierto las puertas de su casa mientras yo solo causaba problemas, incluso fuera de su hogar.

Intenté realizar los ejercicios de respiración que la psicóloga me había recomendado para estos momentos, aunque me costó mucho. El miedo empezó a disminuir poco a poco, casi eliminando el temblor de mis manos por completo.

De repente, un recuerdo se proyectó en mi mente: la llamada, su voz, su enojo y la sangre entre mis piernas. Esa sensación de vacío, el dolor y la negación revoloteaban en mis pensamientos.

Estaba sobrepensando de nuevo, algo que se estaba volviendo recurrente en mí. No quería seguir con esas imágenes en mi cabeza ni con la misma pregunta que me atormentaba desde que descubrí todo: «¿Por qué ella sí y yo no?», no podía comprenderlo.

Fuertes chasquidos me sacaron de ese trance, volví a limpiar mis mejillas y noté que era Mad; al parecer, habíamos llegado a la entrada de la casa sin que me diera cuenta.

RESPUESTAS SIN SALIDA [NUEVA VERSIÓN]Where stories live. Discover now