𝗖𝗔𝗣. 𝗗𝗜𝗘𝗖𝗜𝗢𝗖𝗛𝗢

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Loren Philips.

«Es hora…», me dije después de enviar el correo electrónico.

Me levanté de mi cómodo asiento; era hora de bajar al primer piso para comenzar mi segundo turno. Tomé un suéter térmico, mis anteojos, una carpeta llena de hojas blancas y, obviamente, mi teléfono recién cargado, por si acaso. Al salir y cerrar la puerta, me detuve un segundo para observar el escritorio de Karen: su asiento semi cerrado, el ordenador apagado y encima había un par de documentos del día, pero algo llamó mi atención: una nota con las iniciales "D. W." anotadas.

"¿D. W.? ¿Damián Wilson?", pensé.

Quería creer que mi mente estaba empezando a jugar trucos, pero otra parte de mí me instaba a tomar el número y comprobar si pertenecía al estúpido de Damián. Di otro paso y, de forma brusca, tomé el trozo de papel. No recordaba el número de memoria y ni siquiera lo tenía guardado en mis contactos, solo quería asegurarme de que no me estaba volviendo loca.

Decidí guardar el trozo de papel en el bolsillo de mi suéter y, con una mezcla de curiosidad y preocupación, me encaminé hacia el ascensor. Mientras caminaba por los pasillos, mi mente divagaba entre pensamientos confusos y suposiciones sobre lo que ese número y las iniciales podrían significar.

El ruido de las puertas del ascensor me hizo regresar a la realidad. Había llegado al último piso del segundo edificio; solo era cuestión de caminar unos cuantos metros en la fría y casi oscura noche, ya que el pasillo para llegar al primer edificio estaba abierto hacia el patio trasero.

«Carajo, esto sí que da miedo…».

Necesitaba urgentemente un café descremado para calentar mis manos, que con tan solo tomar un poco de aire ya estaban heladas. Seguí caminando hasta pasar la vigilancia y entrar al primer edificio. El silencio reinaba en los pasillos mientras avanzaba hacia mi destino. Las luces tenues y parpadeantes no ayudaban a disipar la sensación de intranquilidad que me invadía. Pero no podía dejar que el miedo me paralizara; tenía que llegar a la cafetería.

Finalmente, llegué a la puerta de la cafetería y al abrirla, una cálida y reconfortante ráfaga de aroma a café recién hecho invadió mis sentidos. El lugar estaba casi vacío, solo unos pocos pacientes y familiares seguramente internos disfrutaban de su taza de café. Me acerqué al mostrador y pedí mi café descremado, esperando que el calor de la taza me devolviera la sensación en mis manos entumecidas.

Mientras esperaba mi pedido, observé a mi alrededor. Las paredes de la cafetería estaban decoradas con fotografías de algunas fundaciones que hacían donaciones. El sonido suave de los murmullos de conversaciones y el tintineo de las cucharas contra las tazas creaban una atmósfera acogedora. Me sentí aliviado al encontrar un refugio en medio de la frialdad de la noche.

Cuando mi café estuvo listo, lo agarré con cautela y aprecié el calor que emanaba.

—Gracias —dije antes de salir.

El chico que atendía solo asintió y me abrió la puerta, ya que tenía ambas manos ocupadas.

Mientras caminaba por el frío exterior, sosteniendo con cuidado mi taza de café caliente, sentí un escalofrío que recorrió mi espina dorsal. Sabía que algo no estaba bien. Con cada paso hacia la sala de urgencias, mis pensamientos se volvieron cada vez más acelerados y llenos de preocupación.

Al llegar a la entrada del departamento, me detuve por un momento para respirar profundamente. Abrí la puerta con el codo y me adentré en el bullicio de la sala de urgencias. El sonido constante de las personas hablando, las enfermeras apresurándose y los médicos atendiendo a los pacientes llenaba el ambiente.

RESPUESTAS SIN SALIDA [NUEVA VERSIÓN]Where stories live. Discover now