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𝗟𝗮 𝗶𝗻𝘃𝗶𝘁𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻

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A la mañana siguiente los tres Dursley y Charlus ya se encontraban sentados a la mesa cuando Heather llegó a la cocina; tenía maquillaje intacto en el rostro, su labial era el único que estaba fuera de lugar, le dolían los pies y el atuendo que le fue prestado el día anterior no se notaba debajo de la sudadera vieja de Charlus.

Ninguno de los Dursley levantó la vista cuando ella entró y se sentó. Charlus, por otro lado, intercalaba a miradas entre ella y los Dursley, como si esperase algo.

El rostro de Vernon estaba oculto detrás de un periódico sensacionalista, y Petunia cortaba en cinco trozos una toronja, con los labios fruncidos contra sus dientes.

Dudley parecía furioso, y daba la sensación de que ocupaba más espacio del habitual.

Cuando Petunia le puso en el plato uno de los trozos de toronja sin azúcar con un temeroso «Aquí tienes, Dudley, cariñín», él la miró ceñudo.

Su vida se había vuelto bastante más desagradable desde que había llegado con el informe escolar de fin de curso.

Como de costumbre, Vernon y Petunia habían logrado encontrar disculpas para las malas notas de su hijo: Petunia insistía siempre en que Dudley era un muchacho de gran talento incomprendido por sus profesores, en tanto que Vernon aseguraba que no quería «tener por hijo a uno de esos mariquitas».

Tampoco dieron mucha importancia a las acusaciones de que su hijo tenía un comportamiento violento. («¡Es un niño un poco inquieto, pero no le haría daño a una mosca!», dijo Petunia con lágrimas en los ojos.)

Pero al final del informe había unos bien medidos comentarios de la enfermera del colegio que ni siquiera Vernon y Petunia pudieron soslayar.

Daba igual que Petunia lloriqueara diciendo que Dudley era de complexión recia, que su peso era en realidad el propio de un niñito saludable, y que estaba en edad de crecer y necesitaba comer bien: el caso era que los que suministraban los uniformes ya no tenían pantalones de su tamaño.

La enfermera del colegio había visto lo que los ojos de Petunia (tan agudos cuando se trataba de descubrir marcas de dedos en las brillantes paredes de su casa o de espiar las idas y venidas de los vecinos) sencillamente se negaban a ver: que, muy lejos de necesitar un refuerzo nutritivo, Dudley había alcanzado ya el tamaño y peso de una ballena asesina joven.

𝖧𝖾𝖺𝗍𝗁𝖾𝗋 𝖩𝗈𝗌𝖾𝗉𝗁𝗂𝗇𝖾 𝖯𝗈𝗍𝗍𝖾𝗋Where stories live. Discover now