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La respuesta a la pregunta que se había formado la noche anterior, quedó respondida recién abrió los ojos a la mañana siguiente.
Estiró sus extremidades en un intento de quitar la sensación incómoda que se habia instalado y se tallo los cansados ojos. No había logrado dormir hasta pasada la madrugada y en ese tiempo no había dejado de pensar en su situación actual.
Se levantó de un salto y sin más se dirigió al baño de la habitación. Duró una hora dentro de la ducha y cuando salió ya vestida salió de la habitación no sin antes despedirse de una recién levantada Jessie Prescott.
Entre bostezos, Heather bajó por la escalera de caracol a la sala común. En cuanto apareció, los que ya habían vuelto del desayuno prorrumpieron en aplausos.
La perspectiva de bajar al Gran Comedor, donde estaría el resto de los alumnos de Gryffindor, que la tratarían como a una especie de ídola, no la seducía. La alternativa, sin embargo, era quedarse allí y ser acorralada por los hermanos Creevey, que en aquel momento le insistían por señas en que se acercara.
Caminó resueltamente hacia el retrato, lo abrió, traspasó el hueco y se encontró de cara con los mellizos.
—¡Vaya! —exclamó Hermes en cuanto la vio—. Te ves peor que yo, ¿siquiera dormiste?
Hermes, quien se había recompuesto de su episodio depresivo, volvía a lucir sus ojos de bambi, su radiante sonrisa y su usual aspecto alineado, excepto por un fantasma de ojera bajo sus ojos. ¿Qué había pasado para que cambiará de la mañana a la noche? ¿Qué lo había cambiado?
—¡Hermes! —reprendió Hermione, que llevaba una pila de tostadas envueltas en una servilleta.
—Lo intente —respondió Heather a la pregunta del castaño.
Hermione suspiró.
—Te hemos traído esto... ¿Quieres dar un paseo? —le preguntó Hermione.
—Me parece bien —contestó.
Bajaron la escalera, cruzaron aprisa el vestíbulo sin desviar la mirada hacia el Gran Comedor y pronto recorrían a zancadas la explanada en dirección al lago, donde estaba anclado el barco de Durmstrang, que se reflejaba en la superficie como una mancha oscura.
