16. Memorias del Antiguo

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Que los dioses maldigan la sangre
de todo aquel que provoque hambre.
Que las bestias devoren el alma
de todo aquel que la traición encarna.

Del libro del Conocimiento.


Por un momento pienso que los sueños de la noche anterior fueron producto del alcohol, luego pruebo la sal en mis labios. Sabe a nostalgia, recuerdos, pérdida. Del tipo de tristeza que envuelve a los seres humanos en su abrazo hasta ahogarlos, un hecho que me hace cuestionarme todo lo que alguna vez oí sobre ese amor legendario que el dios del mar le procuró a Helena.

¿Es cierto que la sigue amando? ¿Qué ella de verdad lo enamoró? Sea lo que fuera, todo indica que lo averiguaré.

El trueno me sobresalta.

No me había dado cuenta de la lluvia y no sé cómo lo ignoré porque, al ver por la ventana, advierto que es el tipo de lluvia torrencial por el que es famosa la ciudad. Hay un dicho sobre la capital: si el cielo llora sobre Mirra, escóndete, porque los caballos de espuma están siendo montados por jinetes de hueso.

Las lluvias son catastróficas para cualquier pobre diablo que no se refugie a tiempo. Las calles empedradas se convierten en ríos que ni los Soros pueden dominar. Y esa es sola la parte comprobable. Las leyendas son peores. Se rumorea desde que el agua de las inundaciones arrastra a las salvajes ninfas, hasta que la sombra alargada del señor del río se pasea entre los mortales y predice tragedias. Hay una razón por la que el Dios del Río es temido en un reino gobernado por semidioses: Andreas es brutal, el señor del caos y la justicia retroactiva, jamás se detiene en sus cobros y ni el Extraño es capaz de negociarlos.

La sangre fluye igual que el agua.

Y el dios más violento de la Creación lo entiende muy bien.

Un relámpago se ve en la lejanía. Por la dimensión, no quiero estar sola cuando el trueno retumbe, así que jalo del cordón que llama al servicio. Si voy a morir por ello, al menos aprovecharé las ventajas de ser la reina de Soros.

—Buenos días, señorita—saluda mi nerviosa criada de ropa húmeda.

Está empapada. Ahora me siento mal por llamarla.

—Lo siento, chica—me disculpo con sinceridad—. No sabía que las áreas de servicio estaban lejos de aquí.

La muchacha asiente con entendimiento. Se mueve con prontitud y rápidamente me hallo vestida con ropa acorde al tema de inundación siniestra. Atrás hemos dejado las telas vaporosas; la lana es mucho más confiable ahora que el viento del norte empieza a soplar.

Mirándome en el espejo mientras visto un abrigo de zorro es como volver a Pentos. Las noches inciertas en las casas de apuestas, los vicios, la felicidad que ser nadie trae. En la oscuridad del barrio rojo podía ser libre. No era la dama económicamente arruinada que hacía de florero en los bailes, sino que era una reputación, yo jugaba, robaba cualquiera cosa para asegurarnos un techo. Era una mentira, y era fabulosa. Todo vuelve, como si todo lo ocurrido en el palacio de Isomar no fuera más que un sueño y no estuviera jugando con la fecha de mi muerte. Y quiero llorar porque sinto que dejé mi casa hace años, aunque no ha pasado ni un mes.
Quiero poderme furiosa, salvaje e indómita y exigirle al rey que no puede disponer de mí.

No soy un peón.

No soy un sacrificio.

No moriré en el Ojo.

Sencillamente, NO.

Pero cuando el trueno, mucho más cercano que el anterior, hace correr a mi corazón entiendo que esas ideas de ser libre no son reales. No estoy jugando uno de los créditos de mi padre en una mesa de cartas, nadie vendrá a decirme que me querrá siempre incluso si fallo. Es morir o ganar y ahora estoy muriendo.

La herencia benignaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora