Antes

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"Prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos basados en nuestros temores."

François de La Rochefoucauld.

Dedicado a mi hermana, porque una estrella necesita de otra a la que aferrarse, y a mis lectores por regalarme un poco de su tiempo y atención.

–Amelia.


La reina vio a su hijo postrado sobre la cama, tenía las mejillas pálidas y su cabello parecía más opaco que de costumbre

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La reina vio a su hijo postrado sobre la cama, tenía las mejillas pálidas y su cabello parecía más opaco que de costumbre. Limpió el sudor de la frente del pequeño con un paño limpio mientras él dormitaba exhausto luego de las alucinaciones que le ocasionaron las fiebres. Al mirarlo nadie podría imaginarse que ese niño enfermizo y con la carne pegada a los huesos sería el próximo rey de la basta nación de Soros.

Al menos no viéndolo retorcerse por la fiebre.

Los pulmones del infante se desinflaron mostrando sus costillas. Daba lástima el solo hecho de verlo. Sin importar los artilugios o los remedios con los que se le atendían, el niño no mejoraba. Era cierto que el médico era diestro, pero la enfermedad lo era mucho más.

—Le recomiendo no ir a sus habitaciones, majestad, podría suceder esta noche.

Eso era lo que le había dicho el doctor antes de marcharse. Cuando la reina vio los despojos que quedaban de su hijo, le hizo caso.

Con el paso de las horas las respiraciones del niño habían ido menguando y su madre no apartaba la vista de su pecho para no perderse cada exhalación temiendo que llegara la última. No supo en qué momento las lágrimas comenzaron a escurrir por sus mejillas. Una vez que muriera su hijo, la Casa Real moriría con él trayendo una guerra civil sangrienta que desgarraría el reino desde sus entrañas. Sin herederos legítimos aquello sería una carnicería en el mejor de los casos, en el peor, todos morirían ahogados.

Y todo gracias a la maldita fiebre venida de lejos.

El pequeño rey no era el único que agonizaba debido a ella. A una velocidad que había impactado al reino los niños de todas clases sociales comenzaron a caer en cama de manera estrepitosa, pocos eran los que morían a causa de ello, pero algunos fallecían apenas días después de contraerla. Una suerte que, en poco tiempo, compartiría el rey.

Un sabor amargo subió por la garganta de la soberana. Recordar que pocos días atrás había menospreciado la fiebre que ahora arrastraba a su hijo a la muerte la entristecía. Si tan solo hubiera alejado a todo aquel que tosiera frente a su pequeño, si la enfermedad no se hubiera colado por la ventana, qué diferente habría sido todo.

Los pensamientos habían arrastrado a la reina lejos de sus acciones, por lo que cuando vio el pecho inmóvil de su hijo se llenó de horror.

—¿Arián? Por favor, responde —comenzó a hablarle sin obtener el mínimo murmullo.

Lo llamó un par de veces más antes de echarse a llorar.

¿Por qué de entre todos los niños de Soros la muerte recogió al suyo? Abrazó el cuerpo queriendo darle calor esperando el murmullo que hacía el latido de su corazón. No lo oyó. Un aire frío proveniente del mar se coló por las ventanas abiertas del balcón entumeciéndola, pero no se levantó a cerrarla, quería contemplar al Navegante creando sus caballos de espuma.

Las lágrimas le empañaron los ojos hasta cegarlos por completo. Nunca imaginó que la pena fuera tan poderosa, era como si alguien le devorara las entrañas y el corazón dejándola vacía. Los susurros del mar lejos de ahogar su pena crearon una melodía de dolor digna de ser escuchada.

A través de la ventana, pudo ver las olas colapsando unas contra otras caóticas y salvajes sin rumbo fijo, sin dueño que las corrigiera en su errática carrera. Era una noche salvaje en el mar, las olas eran altas y violentas contrario a su siempre suave palpitar. Era obvio que el dios Navegante no estaba cerca.

Una enorme casualidad era que el dios no rondara el mar cuando el último príncipe Soros fallecía. Según la leyenda, cinco mil años atrás, una princesa de Soros tuvo un hijo con el dios del mar creando la Casa Real del país. Así fue como nació la herencia benigna, la promesa que el Navegante le hizo a su vástago mortal: mientras un descendiente directo de él ocupara el trono, el mar sería bueno. Una vez que alguien más lo hiciera, el dios se encargaría de que las olas devoraran el país por completo.

Con la muerte del pequeño rey la promesa se había roto.

O al menos eso fue lo que creyó hasta que una sombra oscura se alzó en el horizonte.

—Señora mía, ¿cuánto vale la vida de su hijo?

La herencia benignaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora