0.Lady Antero

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La mayoría de las veces el condado de Mercia no se sentía sorez en absoluto. El hielo de la montaña nos hacía olvidar el desierto y la arena cálida que inundaba al resto de país, el cielo nublado y el sol opaco no nos tostaba la piel igual que a los pescadores de la gran ciudad de Mirra y, sobre todo, estábamos tan lejos del lugar donde el dios Navegante desposó a Helena Soros que la mayoría de las veces olvidábamos que éramos súbditos de la familia real, la Casa Soros, los que descendían del mismo dios del mar.  

Sin embargo, seguíamos sirviendo al rey incluso si no lo recordábamos así que, cuando la carta de papel crema con bordes dorados llegó a nuestra puerta, no pude dejarla fuera. Fue ingenuo creer que el rey no sangraría a Mercia con una de sus hijas. Arián Soros, el rey que con su toque transformaba la piedra en oro según los comerciantes, había desposado a ochenta y tres reinas en los últimos tres años. Ochenta y dos fueron ahogadas en el mar por órdenes de su marido mientras el país completo desconocía el motivo. 

Se decía que era el pago por la riqueza que cubría el país, una especie de tributo al Navegante por bendecir a su único vástago mortal pero, siendo franca, para mí sonaba a excusa para justificar la crueldad de un rey. Imaginaba a un hombre mezquino, malvado, desagradable, muy injusto para ser tan joven. Para mí, Arián Soros era uno más de los niños benditos de los cuentos, poderoso e insignificante por igual y, aunque era mi rey, yo nunca sentí que le debiera algo, mucho menos mi hermana. Por eso, cuando esa orden real exigió que Alexia se casara con él supe que tenía que ir yo. 

Mi hermana era buena, dulce, alegre y estaba comprometida. ¿Cómo podría decirle a la buena hermana mayor que me crió que tenía que ir a la capital a morir? ¿Cómo pedirle que olvidara el futuro brillante que tendría con el amor de su vida para ser ahogada en el mar por un marido apático? No, imposible. Si el rey Soros querían un sacrificio a su padre podría tenerme a mí, pero yo no me iría sin luchar. Exigiría, pelearía, rogaría incluso antes que correr con la suerte de mis antecesores. 

Esa noche, la última que pasaría en Mercia antes de abordar un carruaje a la capital y conocer a mi futuro marido, la nieve, tan rara en el resto de Soros, jugaba en el viento a cada momento. Sería mi última noche siendo feliz e incluso yo que despreciaba el comportamiento refinado que se exigía de la hija de un lord me sentía emocionada por el baile de esa noche. 

—¿Valeria? —preguntó mi hermana sacándome de ese oscuro remolino que era pensar en mi futura vida—. ¿Ocurre algo? Estás muy callada. 

—Sólo pensaba en que esto no parece Soros en absoluto. Mira, nieve cayendo, muchos dicen que en la capital el sol y el viento del mar hacen que solo pueda caer lluvia. 

Mi hermana me superaba por diez años, sin embargo, tener más experiencia de vida no evitaba que yo fuera mejor mentirosa. Lexia siempre criticaba que yo necesitara mentir casi tanto como respirar, mentía por cualquier cosa, la hora, mis sentimientos, el clima, lo que hice o no hice, pero siempre que me esforzara podía ser honesta. El problema es que para sacarme la verdad tenían que esforzarse demasiado, conocerme bien y a las huérfanas no nos gusta que nos exploren. Es parte de crecer sin madre, el hecho de que yo no tuviera la suficiente habilidad para decir la verdad. Fue por eso que a mi hermana no le preocupó cuando me abracé a ella y confesé estar emocionada, debió creer que era sarcasmo. Ella era el cisne, la bella dama de cabellos negros y ojos de gacela que obligaban a admirar el rostro que los portaba. Mis colores eran más como los de madre, extranjeros, extraños y desabridos entre la piel dorada que caracterizaba a Soros.

—Eres preciosa—susurré aguantando las ganas de llorar y confesarle la verdad.

Casi podía sentir su felicidad en el aire, la calidez de madre que ella tenía de forma tan natural. Ella había tenido el papel de madre para mí una vez que las fiebres se llevaron a la auténtica cuando yo era lo suficientemente pequeña para ignorar el dolor de quedarme huérfana. ¿Ella también se sintió acorralada por las circunstancias igual que yo? Se supone que se casaría ese año, tenía la edad necesaria y el prometido ideal, pero ella no tuvo la fuerza para dejar a padre con la responsabilidad de criar a una niña de ocho años que ya era salvaje.

La herencia benignaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora