Unos meses después...

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Caminaba en medio de la noche a la luz amarillenta de las farolas, custodiada por las antiguas casas del centro. Parecía que aquellas construcciónes dos siglos más antiguas que ella, pudieran vigilarla.

Cada paso que daba era visto desde los corazones viejos que residían en aquellas calles. Esas casas habían presenciado de todo: nacimientos, fiestas, familias, peleas e incluso asesinatos.

El aire era frío, al igual que la moribunda empatía de la gente de ese lugar. Se respiraba una sensación de extrañeza, algo podría pasar en cualquier momento, sentía un pequeño hueco en el estómago y las manos sudorosas.
Cuando el fresco de la noche le rozó la nuca, le dió escalofríos por toda la espalda.

Era viernes por la madrugada, era el centro, la música se escuchaba por todas partes y se percibía el aliento alcohólico por cada esquina, todo significaba peligro.

En este país se llevaban acabo toda clase de negocios lícitos e ilícitos. En México uno tiene que ganarse la vida de una forma u otra. Se dice que no hay trabajo que sea malo pero, ¿Y si tú trabajo es lastimar a otros?
La trata era un secreto a voces en los bares más "fresas" de la ciudad, la venta de droga era una realidad a gritos, sus consumidores no se preocupaban por esconderse, no en esa área. Era prudente que cuando uno saliera a esas horas de la noche, tuviera una buena razón y conocimiento de como regresar sano y salvo a su casa.

El centro era el lugar preferido para salir a divertirse por los godínez, adolescentes sin credencial y algunos pocos viejos. Era barato y los mejores lugares para beber alcohol o comer algo, estaban a cinco minutos a caminando.

Muchos borrachos en las calles.
Muchos borrachos al volante.
Muchos borrachos que con el alcohol, sacaban sus peores intenciones.
Eso suele hacer el alcohol, revelar nuestra verdadera identidad, reluce nuestros deseos y sentimientos.

El corazón de la ciudad se encontraba en el centro. El espíritu de sus calles impregnado con misterios, rarezas, crueldad, pasión, incluso amor.

Ella caminaba cabizbaja, no quería llamar la atención, observaba todo lo que había a su alrededor, lo hacía con todos sus sentidos.

Pero había alguien que no la dejaba concentrarse, un hombre.
¿Podía llamarle "hombre" al dios de la noche, dios de la hechicería y los nigromantes, la obsidiana y todo lo que significa la misma? Detrás de ella estaba uno de los dioses más temidos y sanguinarios del panteón mexica.

Le daba escalofríos imaginarse que el pie izquierdo lo cargaba a hueso desnudo. Le contó al oído que en el inicio de este mundo, sacrificó su pie para usarlo de carnada y atraer a Cipactli, -la criatura que habitaba las aguas en el inicio de los tiempos- para que los humanos pudieramos existir. Le presumía de vez en cuanto su herida de guerra, lo contaba cómo la mayor odisea que la humanidad haya podido escribir: él junto a Quetzalcoatl (o según sus palabras: "Quetzalcoatl junto a él") crearon el quinto sol, asesinando a Cipactli, por primera vez desde los inicios de la existencia pudo ponerse de acuerdo la dualidad de todo lo conocido, el bien y el mal, negro y blanco, extremos opuestos; se habían sentado a pactar un trato, ese acto de camaradería es lo que prevalece la existencia de nuestra raza viviendo en este planeta.

Tezcatlipoca no tocaba el piso, era un dios, la tierra mortal no era digna de su magnificencia. Levitaba por los aires, algunas veces quieto y serio, otras al rededor de la chica, bailoteando.

Los dioses fueron bendecidos con grandiosos físicos, cuerpos perfectos y hermosos rasgos faciales. Ninguna
representación terrenal les hace justicia.

Aveces se transformaban en humanos y eran descritos cómo magníficos, extremadamente atractivos, personas magnéticas e inteligentes, enigmáticos y carismáticos, al final eran dioses en un cascarón mortal. Hacía algunos siglos que Tezcatlipoca no se transformaba en un humano,

La Sangre de los Dioses Where stories live. Discover now