Negociación y Depresión

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Mientras ella hacia lo posible por no llorar, escuchaba a Tezcatlipoca partiendose de la risa.

En ese momento, ningún sonido le hacía sentido, sólo se hacía ruido blanco para ella.

Se acercó con Litzy, ella la olió a la distancia, el inconfundible hedor a cebada fermentada atravesó su nariz.

Emma estaba roja de la vergüenza, sabía que tenía que pagar por los daños. Litzy hacía todo tipo de ademanes, se veía preocupada, le decía de todo a la pequeña chica, pero simplemente no le estaba prestando atención.

—Ve a tu casa a cambiarte.— Emma apenas la escuchó.

Pasó por su mochila, la tomó y salió de la tienda.

Con los pies empapados, caminó rumbo a su casa. Pudo haber tomado un camión y llegar más rápido, pero no quiso hacerlo.
Le daba vergüenza que la gente la fuera a oler en el transporte y tampoco quería poner incómodos a los pasajeros con el aroma que despedía.

Tezcatlipoca seguía riendo y describiendo lo gracioso que había sido el accidente.

Pero ella estaba hundida en sus pensamientos.

Eso le pasaba por ayudar a desconocidos, por ser buena en un mundo de gente egoísta. ¿Por qué siempre era ella la que tenía que terminar como tonta? Siempre metiéndose en asuntos que no le  importaban, y ¿Para qué? Siempre terminaba utilizada y muchas veces, ni siquiera las gracias le daban.

"No vuelvo a ayudar a nadie más", se repetía cada vez que la pisoteaban, aunque sabía que no era cierto.

Siempre estaría ahí para ofrecer su mano y levantarlos, un hombro para que lloraran, o unas palabras para alentarlos.

Y ¿A ella? ¿Quien la levantaba cuando se caía? ¿Quien le curaba las raspaduras en las rodillas? ¿Quien le ofrecía un pañuelo para secar sus lágrimas?

¿Quién la iba a abrazar? Tal vez sólo necesitaba eso.

Siempre adjuntándose responsabilidades que no le correspondían. Hacer la tarea de Marta y que no reprobara el semestre, darle de comer al perro desnutrido del vecino o ayudar a un anciano a encontrar una dirección para que al final, resultara ser el dios más poderoso de la mitología mexicana que ahora mismo se burlaba de ella. 

Quería ser la madre de todos. Una madre que se había quedado sin mamá.

Avanzó derrotada, ya no en dirección a su casa, fue por otro camino. Tal vez ese ser tenía razón, era divertido, divertido ser una completa inútil tratando de cargar con el peso del mundo y fallando rotundamente en el intento. ¿Para que lo intentaba siquiera? ¿Por qué molestarse si sabía que todo se iba a venir abajo?

—¿A dónde vamos?—  preguntó el mexica.

Ya harta de escuchar su voz, corrió.

Cómo siempre.

Siempre corría.

No hubo ninguna ocasión en su vida que no corriera.

Comenzó a llorar, sus lágrimas se las llevaban la velocidad de sus pasos.

¿Qué más le iban a quitar? Ya le habían quitado a su familia. Su casa de la infancia, sus amigos de su antigua ciudad, su salud, hasta le arrancaron sus ganas de ayudar a los demás, su propósito. ¿Qué más tenía que perder?

¿Que otra cosa faltaba por arrebatarle?

Había corrido hacia un barranco cerca de su colonia, probablemente de unos viente metros. De ahí podía verse toda la ciudad, las luces de los hogares tintineaban entre la oscuridad de la tarde noche. Aún podían observarse los últimos rayos cálidos del sol.

La Sangre de los Dioses Where stories live. Discover now