Tezcatlipoca

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Era diferente. La deidad que se ergía detrás de Antonio Zamarripa emanaba una luz naranjoza desde su interior: El Sol de Tierra, incansable asesino de la primera raza humana, los quemó hasta sus cenizas con odio. No había nada quemándose en sus adentros, él era el magma de la tierra, la primitiva obsidiana, Nahui Ocelotl. La ira cortaba hasta la roca más recia, la tierra tembló rindiéndole culto ante aquel Señor que, hacía milenios, no pisaba sus terrenos. Exhalaba humo de combustión. Su respiración era tan pesada que pronto había inundado el ambiente en un color negro.

Aún encorvado, era altísimo, mucho más de lo que Emma recordaba, dejaba caer sus brazos y manos. Tenía garras, una por cada dedo. Caminó un poco más haciendo bailar  los muchos terribles collares que caían por sus clavículas, había uno que tenía un hedor fétido: el que estaba formado de corazones y manos recién cercenados. Hilos de cabello mantenían juntos los componentes de sus sangrientos adornos.

Emma no pudo enfocar la vista, ni siquiera pudo abrir el ojo izquierdo. Sólo vió como el rostro de Antonio se alejó del de ella.

— Tlacazolli. — una voz grotesca y gutural.

Una racha de sangre quedó marcada en el rostro de la chica. Estaba caliente, despedía vapor sobre la fría piel de Emma. Todo su cuerpo temblaba ante el aire que le calaba hasta las muelas, el espeso líquido rojo que escurría desde su frente hasta su cuello, se sentía cómo una muestra de cariño.

— ¡¡¡MI BRAZO!!!

Mientras Antonio se revolcaba del dolor, Tezcatlipoca hundió una de su garras en dónde debería estar la recién arrancada extremidad. - Te haré sentir tanto dolor que ni siquiera podrás pedir piedad después de que use tu cuerdas vocales de hilo dental para sacar los restos de tu carne de entre mis dientes, cerdo.

Los tres amigos de Zamarripa se alejaron del casi inconsciente cuerpo de Emma, dos de ellos corrieron en direcciones opuestas con los ojos llenos de lágrimas y la garganta, de terror. El último de ellos se quedó paralizado al lado de la chica, un Tezcatlipoca lo tomó del cabello y lo arrastró a la oscuridad, que para aquel momento era casi monótona.

Un aire brusco y pesado pasó por encima de la muchacha, Emma lo vió dividirse en dos grandes masas de humo negro, cada una persiguiendo a un chico. Los ecos de la desesperación y dolor rodaban por todo el terreno y eran acompañados de macabras carcajadas que llegaban hasta la bóveda nocturna. Emma sólo pudo comparar aquella masacre con el sonido de amasar carne, mientras Tezcatlipoca arrancaba los intestinos de sus víctimas de un jalón y atiborraba su boca con la piel, carne y huesos de los culpables de su ira.

La chica, bajo lo efectos del shock y, aún con el alcohol corriendo por su sangre, se arrastró hasta sentir un terreno firme, recargó su espalda en una pared, era el pórtico de una casa abandonada. Escuchaba a todos en distintas distancias pero todos sufrían por igual, como si no hubiese sólo un Tezcatlipoca, había, mínimo cuatro.

— ¡¡¡PORFAVOR!!! —suplicaba uno. — ¡PIEDAD!

El dios creó una esfera de obsidiana, la cuál introdujo por la boca de sujeto, una vez dentro de su esófago, la hizo crecer de manera angulosa y puntiaguda. Empaló al hombre desde sus interiores. Perforó su hígado, páncreas y pulmones. Los fragmentos seguían creciendo lentamente, saliendo de todas partes de su cuerpo. Uno de ellos salía de la cuenca de su ojo izquierdo, ahora su globo ocular colgaba fuera de su rostro.

— Sólo te bastó una vez cuando de niño te atragantaste con un chicle, para tenerle miedo a morir de asfixia. 

El hombre aún tenía espasmos musculares, la última respuesta de su cuerpo a querer sobrevivir. Gemía y suplicaba, pero no podía hilar ningún sonido coherente. El temible mexica hizo un ademán con su mano, no quería que muriera sólo por haberle atravesado el cráneo, quería ver el miedo en sus ojos después de estar muriendo por ahogamiento. Cómo solo le pasaba en sus peores pesadillas, cuándo se despertaba sudando por aquellos terrores nocturnos de morir por asfixia. Tezcatlipoca pocas veces sonreía, pero hoy, aquellos dientes manchados de sangre, relucían por toda su cara, con verdadero éxtasis.

La Sangre de los Dioses Where stories live. Discover now