Ximena

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El día brillaba, detrás de las montañas forradas de árboles verdes y el sutil olor a lluvia en el aire. Las hojas y ramitas crujian debajo de sus pisadas. Era ligera y bailaba mientras avanzaba a cumplir su misión. La abuela la había mandado a recolectar algunas raíces y hierbas. Era la primera vez que iba sin compañía, estaba tratando de memorizar las características de cada planta, al igual que su función.

Acababa de cumplir doce años y los portaba con orgullo, cómo si fuesen trofeos de experiencia. A todo mundo le decía que ya había pasado a ser una adulta, que ya estaba grande. Ahora se sentaría a comer en la mesa de los adultos y dejaría atrás la mesa de los pequeños dónde sólo se sentaban sus primitos.

Ya no le tenía miedo a nada, ni siquiera a la espesura del bosque, ni a perderse, ni a las leyendas que usaban para espantar a los niños, ni a las criaturas que ahí habitaban, tampoco de... las brujas. No, ella ya había crecido como para creer en esos cuentos infantiles.

Tocó las hojas del floripondio blanco, parecía ser ese, el encargo. El arbusto tendía más a parecer un árbol no muy alto.

La abuela Josefina le dijo que no se le ocurriera olerlas, de lo contrario tendría un sueño largo y extraño del que no podría escapar en días.

Ximena, tuvo cuidado, le pidió permiso al árbol para cortar algunas de sus flores y delicadamente las puso en el morral de tela.

La chica dió la vuelta y se dirigió a la casa de sus abuelos.

Pensaba en su aventura del día, lo había hecho bien, lo había hecho espléndido. Se había levantado antes de que el sol saliera, se alistó y sin vacilar, emprendió su viaje, ya no más como una niña, si no como una persona responsable y recatada. Llegaría para almorzar un delicioso asado con un poco de arroz rojo y, obviamente, café negro; ya no lo volvería a tomar con leche, pues ya tenía doce años.

Llegando a su casa, Ximena le extendió la pequeña bolsita a doña Josefina y la felicitó por haber hecho una excelente búsqueda.

No sabía que hacía con las hierbas y las flores, aveces preparaba infusiones y otras, incienso.

Pero la pequeña adulta no comprendía por qué su abuela hacía oraciones extrañas, ni siquiera las hablaba en español. Era un dialecto que le resultaba familiar, pero no lo entendía.

Desde edades muy tempranas, había sentido compatibilidad con las enseñanzas antiguas que le platicaba su abuela materna. Amaba convivir con la naturaleza, sentir los primeros rayos del sol en la mañana, mojar los pies en el río.

Cuando caminaba por el bosque, ver los troncos de madera recia, la hacían entrar en trance, sus latidos del corazón sonaban igual que un teponaztli y llegaba a escuchar su sangre correr por todo el sistema circulatorio.

Eran ya entradas las nueve de la noche, sólo se podía disernir la cabaña y el gran camino plano de al lado, porque la preciosa luz plateada de la luna, bañaba el paisaje.

Ximena, solía dormirse más temprano, pero ahora tenía más responsabilidades de gente grande, así que terminó de hacer sus pendientes, ya tarde.

Llevaba más de media hora recostada en su cama y no podía conciliar el sueño. Su abdomen le dolía mucho, tal vez había comido algo hechado a perder. También sentía molestias en la espalda baja, tal vez se había lastimado acarreando los baldes de agua.

En sus ingles comenzó a sentir algo caliente, cuando quitó las cobijas de su lecho, pegó un grito en el cielo.

Su abuela arribó a su rescate con desespero.

-¿Qué pasó güerita, que pasó? - preguntó asustada

-¡Ay, mamá Josefina, me salió sangre, mamá! ¡¿Que me pasa?! - Ximena estaba de pie con las piernas separadas para que no se tocasen una con otra.

La Sangre de los Dioses Where stories live. Discover now