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UNA MUJER DECENTE

Luego de ir a su despacho me la pasé divagando por el parque y las tiendas aledañas. La frescura del viento me hizo volver a mis cabales, analizando la situación de pies a cabeza, aunque he de admitir que no sabía cuál era la cabeza, así mismo con los motivos que impulsaron a Marcos para hacer tratos con el esposo de Maricruz; no sufríamos por dinero y tampoco estábamos apurados por consolidarnos como docentes en las universidades, teniendo en cuenta nuestros demás trabajos. Nada tenía sentido, al menos no para mí.

Estuve insistiendo tanto con Marcos como con mi padre, pero ninguno atendió las llamadas. Mi cabeza estaba fragmentada, despedazándose por la preocupación: mi hermano, mi matrimonio y mi embarazo. Debía encontrar un punto medio, algo para descansar y no afectar el desarrollo del bebé, al final del túnel, era yo su fuente de vida y él, o ella, mi compañía.

La nueva remodelación del parque incluyó plantación de árboles, así los visitantes no tendrían que preocuparse por los dañinos rayos del sol. Me detuve frente a uno de ellos, el último en el perímetro de la zona. A parte del que estaba en el centro, este también era de buen tamaño, una lástima porque comenzaba a verse marchito. Acaricié el tronco y cerré los ojos. Paz, repetía internamente. Me quedé ahí, sentada en el borde de la macetera, esperando algo que no sabía, hasta pasadas las cinco de la tarde. El hambre mi hizo marchar.

Como ya había recorrdio los restaurantes cercanos y ninguno me pareció adecuado, decidí encaminarme por el puente subterráneo ubicado a un lado del parque. Sabía que nada encontraría, porque la mayoría de puestos vendían mercancía para todo tipo de aparatos eléctricos, aun así, mi cuerpo se movió solo. Observé ambos lados y fue como ya sabía que sería. Seguí de largo, absorta en todo lo que veía: el apuro de las personas, algunos puestos abarrotados de gente, papelerías vacías y otras sin darse abasto. Lo cotidiano durante la semana. Entre mi curioseo, encontré una cafetería con el punto intermedio, ni llena ni vacía, pero no fue eso lo que llamó mi atención, sino el nombre: Ilsaeng. Fue tanta mi distracción que no me percaté de la presencia del niño parado en la entrada, golpeándolo con el bolso, de inmediato me acerqué a ofrecer disculpas, más su padre no me lo permitió.

—¡¿Estás ciega?! Casi matas a mi hijo —gritó, empujando al niño detrás de él. La brusquedad y torpeza en los movimientos evidenciaba su embriaguez—. ¡Por eso las mujeres no deben abandonar la cocina!

Retrocedí por inercia. Los borrachos me ponían de nervios, más si eran agresivos como este.

—Me disculpo, señor, no fue intencional —concedí.

Retomé el camino, pero el sujeto se interpuso, haciéndome retroceder debido al choque de nuestros cuerpos. Los demás pasaban sin quitarnos la mirada, expectantes a mi reacción, sin la intención de ayudar a una mujer solitaria de complexión debilucha contra un borracho fornido. Me quedé frente a él en posición de descanso, con los brazos cruzados. Tal vez guardando silencio y con finta sumisa lo aburriría, dejándome tranquila; sin embargo, yo no sabía actuar de esa manera. Parecía tranquila, pero sentía mis mejillas arder, las manos sujetas a mis brazos estrujaban tanto como las abuelas cuando le rompían el cuello a las gallinas. El semblante de pocos amigos del sujeto se pronunció y volvió a acercarse.

—¿Por qué me miras así? —preguntó arrastrando las palabras—. Ninguna perra se atreve a verme así.

—Disculpe, señor, pero yo no soy ninguna perra, sino una mujer decente que ha cometido un error y por el cual pidió perdón.

Quise decir más, pero hubiera sido como agregar más leña al fuego. Muy tarde entendí que con el simple hecho de haber hablado eché la leña suficiente para arder una casa completa.

La hosca y nauseabunda mano, adornada por un anillo en el dedo anular, me golpeó en la cara. Como me tomó desprevenida, caí al suelo de bruces, el doloroso escozor era insoportable, incluso mi lengua se empapó del sabor a hierro. Las punzadas más fuertes provenían del pómulo y la comisura del labio. No grité como lo hicieron los espectadores, pero los siseos fueron inevitables. Mi cabeza comenzó a doler, al igual que el vientre, fue entonces que múltiples alarmas se encendieron. Mi bebé. El miedo y la angustia me hicieron pedir ayuda, a pesar de las burlas del tipo, alcé la mano en busca de alguien piadoso, pero sólo me dedicaron miradas confundidas, quien sí la tomó fue él, de inmediato cubrí mi vientre y traté de no moverme. Un fuerte crujido, acompañado de un golpe seco, resonó y luego el dolor en mi muñeca cesó. No me atreví a levantar la cabeza, no obstante, pude observar unos mocasines azules dándome la espalda y, más allá, a mi agresor tendido en el suelo. Alguien me había ayudado. Alcanzé uno de sus tobillos desnudos y lo apreté, transmitiendo el dolor latente en mi interior.

—Oiga... —farfullé.

—Descuida, no tarda en venir la patrulla —dijo, monótono.

Quizá mi fuerza era como la de una hormiga luchando contra la palma de una persona, porque a mi salvador le resultó sencillo zafarse, para luego ponerse de cuclillas. Acunó mi mallugado rostro, escrutandolo con sus negros y profundos ojos almendrados, bastante peculiares. Quería ver más de sus facciones sólo vistas en novelas asiáticas, pero la presión en el pecho me estaba comenzando a dejar sin aire. Ataque de ansiedad. Una bola enorme se deslizó por mi garganta, raspando heridas que pensaba curadas, con la mayor de las lentitudes, como si tratara de asfixiarme.

—Mi bebé... —Sujeté una de sus manos, aún en mi rostro, suplicante, expectante—. Sálvelo. Salve a mi bebé...

Lo último que recuerdo, antes de caer totalmente en las garras de la oscuridad, fue la perplejidad en su rostro, igual a la del niño que ve a su madre marchar el primer día del preescolar.

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora