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NO PUEDE HACERTE DAÑO CONMIGO AQUÍ

Él regresaría a mi casa, lo sabía y una parte de mí temía que los jalones y apretones de aquella noche se repitieran, no por mí, sino por mi bebé. No tenía más amigos a quienes pedirles espacio para dormir y con los honorarios de Manuel tampoco podía despilfarrar el dinero en un hotel.

Los latidos de mi corazón martilleaban con gran ímpetu en mis oídos, pasando casi desapercibido el crujido de la puerta de la cocina. Me giré hacía Sergio. Su cálida mirada me abrazó, trasmitiéndome seguridad.

—No quise escuchar, pero... —Señaló la puerta y se encogió de hombros.

Estábamos solos, en un local vacío a la una de la mañana, ¿cómo esperaba que mi voz no resonara? Era hasta inconcebible. Le dediqué una sonrisa cansada y me froté la cara, sentí como mis ojos se llenaban de lágrimas, así que los presioné sin piedad. Llorar ya no estaba permitido, me dije. Sin embargo, la delicadeza con la que me abrazó Sergio, disipó cualquier grillete y comencé a sollozar. Cerca de mi oído susurró constantes «Ya todo está bien», apaciguando la tormenta en mi pecho y el nudo en mi garganta. Necesitaba creerlo, aferrarme a algo sólido, sin temor a que se fracture y rompa debajo de mis pies y volver a lo incierto. En ese momento, sólo podía sostenerme de él y eso me llenó de paz.

Nos quedamos así quién sabe cuánto tiempo y fui yo la que se alejó de él, volviendo a dibujar el límite que nos impuse sin que lo supiera.

—Es mejor que me vaya —suspiré.

—Te acompaño.

—No. Pediré taxi.

Alzó las cejas, consternado. Cruzó la línea imaginaria que nos mantenía en zonas seguras, desde ese momento todo era incierto. Apreté las manos en puños y oculté mi rostros, no tenía el valor de verlo.

—Sabes lo que pienso, te lo dije en el hospital aquella vez. —Comenzó a frotar mis brazos—. No te dejaré ir en un taxi sola a esta hora, ¿entendido?

Me imaginé su rostro sereno y colmado de ternura. No, no podía arriesgarlo. A esas alturas a lo mejor Marcos ya habría conseguido mi ubicación, sino es que ya estaba en camino y, la verdad, no podía seguir metiendo las manos al fuego por su comportamiento imperturbable ante cualquier situación.

—No quiero causarte problemas —admití.

—Nunca lo has hecho.

—Mi esposo puede aparecer en cualquier momento. —Me alejé y tomé el bolso—. Entonces lo habré hecho.

—No puedes ser responsable de lo que me suceda si soy yo quien está decidiendo acompañarte. —Acarició mi mejilla y colocó los mismos mechones rebeldes tras mi oreja—. Permite que me convierta en tu espacio seguro, ¿mmh?

Ya lo eres, pensé.

Asentí aún con la mirada en el suelo de madera. Sergio extendió su mano y yo la acepté, caminamos despacio hasta salir del local, bajó la protección de metal, cubriendo las puertas de vidrio y la aseguró, luego nos dirigimos al parque en busca de su carro.

Trataba de mantener a raya mis temores con exhalaciones más profundas, pero a veces era insuficiente y cuando pasaba, Sergio me daba pequeños apretoncitos en la mano o acariciaba el dorso. Su esfuerzo por hacerme sentir segura me conmovió y entristeció al mismo tiempo, porque él sin tener obligación me había colmado de atenciones y complaciendo mis caprichos, sin mencionar el tiempo puesto en escucharme; volviéndome cada vez más consciente que tal vez a Marcos yo nunca le importé tanto como se jactaba, y que al final pude ser un experimento social de cómo convertir a una salvaje guerrillera en una aliada política sumisa. La idea no era descabellada, después de todo, en mi último año de la carrera era una de las representantes de mi generación y cabecilla de los movimientos, quizá dentro del sindicato también hubiese sido combatiente, pero jamás nadie podrá saberlo.

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Where stories live. Discover now