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TEN PACIENCIA, PAPITO

Al bajar del taxi sentí un nudo en la boca del estómago, me temblaba el cuerpo entero y casi no entraba aire a mis pulmones.

Al cabo de unos minutos me armé de valor y caminé hacia lo que parecía una casa en la esquina. El lugar encajaba a la perfección con el dicho de «claridad en la calle, oscuridad en la casa». La tonalidad de la fachada era cálida y los barrotes en las ventanas laterales a la puerta no tanto, pero hacían juego.

Toqué la puerta sin ánimos. Un policía de complexión delgada y rostro glacial me recibió, lo saludé con mucho respeto y también le entregué unas frutas que había pasado comprando como regalo. Papá fue claro, dijo que a estos hombres los debíamos tratar de lo lindo para que nos permitieran, mínimo, diez minutos. El interior del lugar era exactamente igual al de cualquier casa: en el pasillo de la entrada, estaban acomodadas las cosas de los guardias, parecía la recepción por la mesa y los libros de registro sobre ella; una sala, que de seguro servía para los familiares en espera por su turno; y las habitaciones, al fondo, sólo que no tenían puertas, sino rejas.

—Ponga su nombre aquí y la firma aquí —indicó el guardia sentado detrás de la mesa en el pasillo.

Este hombre era más corpulento y alto que el anterior, su rostro hosco y la mirada turbia me puso nerviosa. Hice lo que me pidió y, como no había más personas, me guiaron a las celdas. El lugar estaba oscuro y apestaba a humedad, cada espacio de reclusión tenía una pequeña lámpara con luz amarillenta y opaca, también tenía baños de cuatro por cuatro, no contaban con camas, sino catres nada acolchonados. Apreté mi blusa llena de frustración y rabia, entonces el arrepentimiento se clavó en mi corazón, desgarrándolo por cada paso que daba hasta llegar a la última celda. El guardia del principio golpeó los barrotes anunciando mi llegada, luego se hizo a un lado y dijo que fuera concisa porque sólo me permitirían doce minutos. Asentí agradecida.

Me acerqué despacio, temerosa. Fabricio estaba sentado en el rincón con las piernas flexionadas y sus brazos sobre las rodillas como soporte, llevaba puesto un pants gris, una camisa blanca de mangas cortas y sus tenis azules favoritos; mantenía la cabeza enterrada entre las hojas del libro «volar sobre el pantano». No pude contener las lágrimas acompañadas de sollozos silenciosos, fue hasta entonces que Fabricio levantó su vista cansada hacia mí y se levantó de un brinco, aferrándose a mis manos enredadas en los barrotes y juntando nuestras frentes a través de los mismos.

Había perdido el brillo de animosidad que lo caracterizaba. Estaba más delgado, su cabello comenzaba a llenarse de canas por estrés y debajo de sus ojos manchas oscuras se marcaban. Él ya no era Fabricio, sino un monigote que esperaba a la huesuda con los brazos abiertos. Ese pensamiento me estremeció.

—Puta madre, Mari —resopló—, dije que no te quería ver. ¿Por qué me haces esto?

—Eres lo único que tengo, ¿cómo...? —Mi voz se ahogó entre sollozos.

—Ya, ya, está bien. Perdóname a mí.

Limpió las lágrimas de mi rostro y me acarició el cabello como solía hacerlo cada vez que nos encontrábamos, robándome una sonrisa. Poco a poco el calor del momento se disipó, recordando el propósito de haber ido.

—Escúchame, Fabricio, nos queda poco tiempo y necesito que me cuentes todo, sin mentiras.

—¿No crees en mi declaración? —preguntó consternado—. Jamás me atrevería a tocar a ningún niño.

—Lo sé. Me refiero a que me cuentes sobre la relación que tenías con los padres y madres de familia.

—Entiendo. Espera.

Regresó al rincón donde estaba, removió algunos cobertores, que seguro papá le había llevado, sacando tres cuadernos cosidos de diferentes colores y diseños, algunos lisos y otros con dibujos representativos de la marca. Volvió a mí y me los entregó.

—Papá dijo que me dedicara a escribir mis memorias porque podrían servir como testimonio. —Dio pequeños golpecitos en la pasta—. Ahí está todo, quisiera explicarte con puntos y comas, pero no nos queda mucho tiempo. Solo diré que ciertamente mi relación con ellos no era la mejor, bueno, no con algunos. Estaban acostumbrados a que sus hijos tuvieran las mejores calificaciones sin merecerlo, era obvio que no se quedarían quietos luego de recibir la boleta y enfrentar la realidad...

Me rasqué la cabeza y el puente de la nariz. Tenía sentido, pero esa gente era de escasos recursos ni queriendo podían tener el poder suficiente para lograr lo que estaba pasando, además, era extraño que ese sector se quejara cuando por lo regular respetaban a los docentes. Algo no cuadraba.

—¿Entre ellos había alguien de buena posición?, ya sabes, en el gobierno.

—No que yo sepa. La mayoría son recolectores y algunos dueños de pequeños negocios.

—¿Estás seguro? —La cabeza me trabajaba a mil por hora, uniendo cabos y buscando opciones que encajaran—. ¿Qué tal algún familiar?, ¿no te amenazaron?

—Sí, lo hicieron, pero nunca mencionaron a nadie, Mari, usaron tonterías como «te arrepentirás de esto» o, el típico, «me las vas a pagar» —dijo fastidiado mientras ponía los ojos en blanco.

En otra circunstancia me hubiera reído, ahora solo sentía un ancla enrollada en mi corazón tirando hacia abajo con tanta fuerza que el temblor en mi cuerpo incrementó. Le acaricié la mejilla con ternura.

—Leeré tus diarios y seguiré investigando junto a Juanma. —Besé su mejilla—. Ten paciencia, papito, por favor. Te sacaré de aquí, no importa lo que me cueste, ¿sale? Te amo mucho.

Acaricié su cabello oscuro con desesperación. Necesitaba más tiempo, necesitaba abrazarlo, transmitirle calma y mi amor, pero todo se resumía en escasos roces y miradas llenas de una mezcla entre añoranza y tristeza. Poco después el guardia golpeó los barrotes de la celda vecina, asustándonos. Volví a besar a Fabricio antes de salir de esa maldita pocilga con el espíritu despedazado y el corazón entre mis manos.

Dos días después de mi visita lo trasladaron al reclusorio.

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Where stories live. Discover now