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MEMORIAS

—Ya está. Vamos a comer—anuncié.

Dejé los platos, con caldo de pollo recién hecho, sobre la mesa improvisada con uno de los bancos que nos regaló mi familia y la caja de la televisión que compramos la noche anterior, y me acerqué a él. Hace tres días que la inmobiliaria nos entregó las llaves de nuestro nuevo hogar y apenas se estaba amueblando.

Ya no más rentas.

Ya no más situaciones incómodas.

Marcos yacía en la cocina preparando una explosión de alcohol que él llamaba «aguas locas». En la isla había una botella de Smirnoff, de Baby Mango y de Powerade. Las mezclaba por pocos en un botellón. Lucía extasiado, feliz. Y a mí me encantaba verlo.

Me encantaba la forma de sus cejas alzadas.

Me encantaba el movimiento de sus labios cuando estaba concentrado y, también, ver la manera en que el inferior terminaba atrapado entre sus dientes.

Me encantaba el destello alegre que avivaba su mirada.

Lo abracé por la espalda y comencé a dejar un rastro de besos, desde el hombro derecho hasta la nuca, acompañado de su risa melodiosa.

—¡Hey, eso da cosquillas! —Dejó de agitar el botellón y me atrapó entre sus brazos. Lo atraje más a mí entre risas hasta callarlo con un profundo beso cargado de deseo—. Si sigues provocándome no te dejaré salir de la cama, negrita...

—Hazlo —susurré entre sus labios—, será más divertido que brindar, aunque, por el caldo, sí que lo lamentaré.

—No. Espera. —Me soltó luego de un roce de labios y vertió el líquido azulado en dos tazas, ya que era lo único, además de la televisión, que alcanzamos a desempacar. Me tendió una y yo la acepté con pocas ganas—. Quiero brindar por ti, negrita, por tu apoyo incondicional, por ser tan paciente con el carácter de perros que me cargo y, sobre todo, por amarme. No sé qué gran sacrificio hice en mi vida pasada para merecerte, por eso te juro que de aquí en adelante me dedicaré a volverte la mujer más feliz de este planeta.

La picazón en la nariz se agudizó y no pude evitar llorar.

No me equivoqué al escogerlo. Me aferré a Marcos con el corazón en la mano, ya no bebimos y tampoco comimos, sólo nos dedicamos a sentir, cuerpo contra cuerpo detrás de aquella puerta de tintes blancos. Si tenía que describir la felicidad, diría que la presencia de ese abogado pasional la representaba a la perfección, porque él era mi felicidad, el sol, la luna y las estrellas, el aroma del amanecer, las canciones de Diego Verdaguer, el color rojizo del atardecer. Mi amor eterno.

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora