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ALGUIEN DEBE DESCENDER AL INFIERNO CIEN VECES, MÍNIMO

El adormecimiento del cuerpo era incómodo, casi molesto, en especial cuando empezó el dolor. Traté de abrir los ojos, pero la luz blanca me lastimó. Al cabo de un rato, volví a probar, esta vez despacio.

A mi alrededor no había nada, más que un banco de metal, un gavetero de madera, el portasuero a lado de la cama y la cortina corrediza blanca con azul. La luz de la lámpara rectangular sobre mi cabeza me hacía entrecerrar los ojos, forzando la vista; el zumbido en los oídos también me incomodaba, tragué consecutivamente, tratando destaparlos, fue hasta el sexto intento que escuché algo más que los latidos de mi corazón. Pasos, susurros y el traqueteo de las camillas, tal vez. Me acomodé en la cama hasta quedar sentada. Ya casi no sentía dolor, solo quedaban las alertas hostigadoras en la cabeza. Mientras acariciaba mi vientre, presioné el botón incrustado en la pared, sobre el gavetero.

No tardó en aparecer una enfermera. Corrió las cortinas y me dedicó una sonrisa formal, detrás, se veía el pasillo solitario, hasta los zancudos temerían surcar el umbral.

—¿Cómo se siente, señora Mariana? —cuestionó observándome con cautela.

—Mejor —susurré.

—¿Sabe por qué está aquí?

Preguntas para determinar mi lucidez. Estaba con Alma cuando el doctor le hizo estas mismas preguntas, luego de caer inconsciente en una de las tantas fiestas organizadas por mi universidad. Por supuesto, respondió mal a todas.

—Por mi bebé. —Le resté importancia a los posibles moretones.

—¿Sabe qué día es hoy?

—Mmh... —El ambiente vacío del lugar me indicaba dos cosas: o ya era de madrugada, o estábamos en alguna dependencia alejada del centro de la ciudad—. Cuando sucedió el incidente era jueves, pero ahora no lo sé.

Asintió, satisfecha, sin molestarse en cambiar la frialdad en sus ojos, al tiempo que sacaba un estetoscopio del bolsillo de la bata.

—Pronto será viernes, señora. ¿Me permite? —Me enderecé, facilitando la labor—. El joven que la trajo ha estado llamando a sus familiares; sin embargo, nadie atiende el teléfono.

No me inmuté, solo sentí un leve dolor en el pecho, como un pellizco. La mujer me dijo que inhalara y exhalara varias veces, hasta parecer conforme, tampoco me hubiera sorprendido que no supiera lo que hacía. La mayoría de hospitales públicos estaban plagados de trabajadores incompetentes que tuvieron la suerte de conseguir, o pagar, palancas. Como yo.

—Todo está en orden, señora. La caída no afectó al bebé, sólo le recomendaría tres días de reposo y comer más; las vitaminas no pueden hacer todo el trabajo.

Respondí con un gracias desganado y, a pasos firmes, se retiró, no sin antes cerrar la cortina. Otra vez estaba sola. Tres años fueron suficientes para acostumbrarme al sentimiento que eso producía, con los días se volvió mi sostén, pese las calamidades que enfrentaba. Antes de ese tiempo hubiera sido devastador.

Recuerdo cuando me enviaron a Palenque, había logrado pasar el examen del USICAMM y mi plaza salió en la comunidad El Edén. Al principio fue duro: separarme de Marcos, conseguir un cuarto propicio para una estancia cómoda y pasar desapercibida por los lugareños, porque una mujer sola era sinónimo de promiscuidad. Con el tiempo y la convivencia de otros docentes fui sobrellevando la sofocante sensación que me producía estar en aquel reducido cuarto, hasta por fin volver a mi habitual yo, a disfrutar del camino polvoriento, las casitas de madera con suelos de tierra y la belleza del río San José. Fui ganando la confianza de mis madres de familia y de algunas vendedoras de comida, pero nunca de los hombres. Me veían como una amenaza. Aun así, tardé tres años trabajando para la comunidad, resistiendo malas caras e insultos por el bien de los jóvenes, tratando de enseñarles más de lo marcado en el plan de estudios porque muchos de ellos no continuarían yendo a la escuela. Hubiera permanecido más tiempo de no ser por aquella noche...

Entre amargo y dulce es mi café (borrador)Where stories live. Discover now